Los partidos políticos y su compleja situación actual

Siete de cada diez españoles creen necesario la existencia de los partidos. Pero cuatro de cada diez no se fían de ellos

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23 jul 2016 / 19:39 h - Actualizado: 23 jul 2016 / 20:46 h.
  • Los partidos políticos y su compleja situación actual

El catedrático Francisco Laporta dice que los partidos políticos son fundamentales para la democracia y para su funcionamiento pero también son vistos como los causantes del deterioro de nuestras democracias.

La democracia sin ellos es inviable, imposible. Esto es una verdad inmutable. La visión que tenemos de los partidos bien podría equipararse a una copla popular: «Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio». Un sentimiento, en resumidas cuentas, de amor y odio continuo de los ciudadanos hacia los partidos políticos que constituyen la democracia.

Ciertamente, a pesar de no ser los mejores, los datos en España no son pésimos: siete de cada diez personas creen necesarios su existencia en un sistema democrático, al igual que cuatro de cada diez desconfían de estos y les rechazan.

Ante todo, es obvia la situación de decepción con el modo de organización y actuación de los partidos, con su desentendimiento de los intereses sociales a la hora de la verdad, con su autismo autocomplaciente, queriendo oír sólo lo que les gusta, con su endogamia, y con su «deplorable reacción ante la corrupción» concluyendo, con todo ello, los ciudadanos que el principal virus de nuestro sistema político son los propios partidos.

No se puede negar que nuestra Constitución, que tanto esfuerzo requirió para ser elaborada, diseñó a los partidos políticos con el fin de que fueran instrumentos de participación y de representación popular. Eran los protagonistas. La Transición Española da fe de ello y ese estilo político es hoy añorado por el 84% de nuestros conciudadanos. Pero, desafortunadamente, ese modo de hacer política bello y digno de veneración ha acabado por corromperse y quebrar la confianza entre los ciudadanos y los partidos, pudiendo llevar esto a la desconfianza hacia las instituciones y su capacidad para resolver las demandas de la sociedad. El escepticismo y la desconfianza nos envuelven en este clima de desconcierto.

Otra evidencia de la actualidad es el presidencialismo de hecho que se ha asentado en España, quitando de en medio al sistema parlamentario: quien gana las elecciones, o sea el partido, es «dueño del poder de decisión casi total del sistema», dominando el Ejecutivo, una parte esencial del Legislativo y gran parte del Judicial. El presidente nombra ministros y coloca a sus «soldados» en la administración, revocando nombramientos previos y designando nuevos funcionarios. Esto ha derivado en la perversión de los funcionarios en virtud de los intereses del partido y, con todo, se ha puesto en jaque la posición del funcionario español. En el Parlamento siempre hay lealtad hacia el presidente y tienen una compleja influencia en tal poder, como también lo tienen en el poder judicial, donde muchos de los nombramientos de miembros del Consejo de Empresas Públicas, o del Tribunal Constitucional y de muchos más órganos son maquinados en la cúpula del partido ganador. Y, por todo esto, la confusión de poderes en nuestro sistema es más que verdadera.

La realidad política ha sido pervertida, como ya hemos podido ver. La cúpulas de los partidos ganadores adquieren un poder político titánico frente a todo lo demás. Y esta acumulación de poder, deriva en un «principio» casi inmutable: cuando alguien tiene mucho poder, tiende a usarlo para obtener el dinero. Y este «principio» es probado cuando vemos las políticas de ciertos partidos, reorientadas a objetivos con el fin de financiar al partido y obtener más beneficios que costes. La financiación ilegal es una realidad no solo conocida por nosotros, los ciudadanos, sino por la cúpula del partido. Sería absurdo poder decir que la financiación ilegal es desconocida por el partido que comete el delito, es imposible.

Pero no podemos olvidarnos, entre muchos otros problemas, de la constante guerra en el seno de cada partido, de la constante lucha por el poder y la falta de democracia interna.

El cansancio y el hartazgo ante el sectarismo, la intolerancia, la falta de diálogo, el poder casi total del partido ganador, la corrupción sistemática, el deterioro institucional, la pugna entre los dos grandes partidos, y ante el diálogo imposible son lo que, si esto sigue así, derivará en la plena desconfianza de los ciudadanos hasta el sistema.

Conviene recordar lo que dice, otro catedrático, Roberto Luis Blanco Valdés.

No funcionaríamos sin los partidos políticos, son los instrumentos de vertebración de los intereses sociales y fundamentales y, por ello, «donde no hay partidos no hay democracia». Y es que las democracias actuales hacen llamarse democracias de partidos actualmente usado, ciertas veces, en sentido peyorativo pero en su origen denominado así por la importancia que éstos tenían en los sistemas democráticos. Los Estados modernos, con todo, son democracias de partidos.

Los partidos antes eran distintos. Primero los partidos de cuadros, compuestos por poca gente, enriquecida y aburguesada, funcionando de manera ocasional, financiándose con el dinero de sus escasos integrantes; luego los partidos de masas, compuestos por mucha gente, de origen humilde la gran mayoría, que financiaba el partido, teniendo un carácter casi de «comunitas» para sus miembros; después de la Segunda Guerra Mundial, siendo consecuencia de la homogeneización de las sociedades occidentales, y consecuencia también del dominio de las clases medias, surgen los partidos catch-all o atrapalotodo, buscando representar a todo tipo de personas inclusivamente, a pesar, claro, de tener inclinaciones ideológicas y favorecer a ciertos sectores más que a otros; y, junto a estos partidos que no distinguen en su electorado, nos encontramos con los partidos profesionales electorales, es decir, profesionales porque sus miembros son especialistas en la profesión y no tienen ninguna otra profesión, y electorales porque son los representantes del partido los que tienen y adquieren más poder. En estos partidos mandan los de arriba. El presidente, en última instancia, es el que decide los miembros de un lado u otro.

Actualmente, tienen problemas, por cierto, muy reales y verdaderos. Entre ellos pueden destacarse: la escasa representación de los partidos políticos en virtud de los intereses sociales sin que surjan contradicciones en el seno de éstos, el problema de la democracia interna, funcionando el partido en situaciones favorables como «una máquina militar» jerarquizada hasta que le comienzan a ir mal ciertas cuestiones, el problema de la colonización de las instituciones «metiendo mano» los partidos en la composición de todos los órganos fundamentales del Estado-, el problema de la confusión de poderes, el problema de la corrupción con el que «en vez de limpiar se tapa», el problema de la profesionalización que convierte el sector de la política en un sitio en el que es fácil entrar pero muy complicado salir y, por último, el problema del autismo y la perversión de la política, seleccionando elites mucho peores, oyendo lo que se quiere oír y pervirtiendo el funcionamiento de la sociedad.

Con todos estos problemas, el cansancio y el hartazgo ciudadano hacen necesaria una reforma de los partidos. Los partidos políticos deben corregir sus métodos para no romper la racha que llevaba este país desde el año 1978. La «suspensión voluntaria de la incredulidad» se ve amenazada por toda esta cantidad de cuestiones, pudiendo derivar en una situación peligrosa y, al fin y al cabo, no querida por nadie.

Todas estas ideas llevan a pensar que conviene escuchar a los que saben para formar un criterio sólido y poder reflexionar, poder votar y poder actuar desde la coherencia.

Sería irracional y absurdo estar en desacuerdo con la esencia de estos discursos. La realidad es como es y, ciertamente, la descripción es realista.

Los partidos han presentado una cierta obsolescencia, una cierta desvinculación de aquello por lo que fueron creados. Su organización y metodología muestra ciertos fallos y desbarajustes.

La burocratización excesiva, la falta de diálogo –a diferencia de los años setenta, ochenta y noventa– o la egolatría. Como decía Cebrián «han terminado por ser una constante insoportable para el ciudadano español».

Quizás pudiera encontrarse una solución colectiva y compartida, quizás podría iniciarse un proyecto para «más España» o quizás pudiéramos intervenir, de verdad, de una vez los ciudadanos en política.

Lo cierto es que necesitamos renovar la clase política, necesitamos olvidarnos del marketing de los partidos, necesitamos usar bien nuestras herramientas para hacer más sólido y fuerte nuestro sistema débil y enfermo llamado democrático. Con todo, necesitamos dejar de ver a los partidos como algo inútil y comenzar a tener una percepción más abierta que nos deje ver lo que realmente son: instrumentos que proponen programas coherentes, que representan a los ciudadanos que, ante todo, son el fundamento de toda organización política.

Los partidos son nuestro único medio democrático para hacer reales nuestras demandas e intereses colectivos. Son el único mecanismo para mejorar nuestra situación económico-política y coger las riendas de nuestro futuro incierto y vago. Son, al fin y al cabo, lo que nos sacó de una época oscura y difícil de recordar mediante el consenso y el esfuerzo colectivo, mediante la transacción, y esto, por encima de todo, les hace fundamentales para nuestras vidas. Les hace fundamentales, sobre todas las demás cosas, nuestra memoria histórica.

Y eso no puede descartarse en virtud de una percepción errónea causada por la mala actuación de un sector de la clase política y de la educación impartida en las escuelas. Es crucial tener este prisma sobre los partidos políticos, pues, si no cambian los puntos de vista en esta cuestión, podríamos acabar en una grave y, lo más importante de todo, conflictiva situación.

Así que retomemos el modo de hacer política de nuestra Transición (con mayúscula) para frenar cualquier posibilidad de nuevo conflicto entre nuestros compatriotas.