Dice un estudio de esos anónimos, o mejor dicho, dice una conocida cadena de televisión que dice un estudio sin señas de los que socorre cualquier telediario de agosto que las empresas, así, sin especificar tampoco -el empresariado en general en este sufrido país-, pierden unos 26.000 millones de euros al año (aquí sí concretan con cifra y todo) por culpa de que los trabajadores tomen café, se fumen un cigarro, miren el móvil o vayan al baño. Estas insanas costumbres del proletariado le cuestan al empresariado 4.750 euros al año por trabajador. Las cuentas están hechas y no puede ser. Es que no puede ser. Eso dicen.
Lo que no dicen, porque no hay nadie que pague el estudio, es cuánto le ahorran los trabajadores al año al empresariado con esa horita de más que tantos de ellos echan sin rechistar, diariamente, porque, aunque no venga en el contrato, se da por supuesto que un rato más para rematar hay que echarlo sí o sí, como dicen ahora quienes están tan seguros de todo. Lo que no dicen, porque no hay estudio encargado al respecto, es qué sería del trabajador y de su trabajo si no pudiera ir al baño cuando le diera un apretón, porque lo mismo están ideando alguna fórmula dodoti de las que implantaron en los coches de caballo. Lo que no cuentan, porque los estudios siempre los pagan los mismos, es hasta qué punto el trabajo de tantos trabajadores no termina ni en la cama, porque el móvil y sus derivados, que no se apagan jamás, siguen echando humo a cualquier hora, no para tener controlados a los trabajadores, sino para que los trabajadores se mantengan conectados, que es la fórmula más guay que ha sido capaz de inventar el capitalismo para mantenernos pringados con una sonrisa en la boca.
Nada de esto lo cuentan esos estudios anónimos de agosto que funcionan a modo de globo sonda para achantar más a los trabajadores; para que, una vez reidealizado el estado de mileurista terminada la crisis, cada trabajador haga examen de conciencia y calcule en su interior cuánto estorba en su empresa y cuánto ha de trabajar más allá de las ocho horas diarias de cajón para empezar a compensar lo que el mundo, la sociedad, el gobierno, su empresa y sus santos patrones hacen cada día por él por seguir permitiéndole vivir para trabajar.