A veces me pregunto cómo puedo echar tanto de menos los veranos de Cuatro Vientos, en el Palomares del Río de mediados de los sesenta donde me crie, si hacía un calor terrible por las noches debajo de la uralita y el tío de los helados iba cuando se acordaba, que casi siempre era el día en que mi madre no tenía la peseta que costaba un napolitano. Es cierto que en Cuatro Vientos había veinte casas y que el calor era natural, el propio del verano, porque no había aparatos de aire acondicionado que echaran aire caliente a la calle. Es que no había ni luz eléctrica, luego tampoco teníamos frigorífico o algún tipo de nevera.
El pozo era la nevera donde metíamos las sandías, el melón o las uvas, en una canasta de plástico atada a una cuerda. Las sandías y lo melones del rebusco se guardaban también debajo de una cama, que era también un lugar fresquito. A veces, cuando la economía lo permitía, comprábamos un trozo de nieve que había que llevar corriendo desde Palomares a Cuatro Vientos, y que la mayoría de las veces se derretía en el trayecto. Pues así y todo, los veranos de aquellos años eran mucho mejores que los de ahora como de aquí a Lima.
Recuerdo que las vacas lo pasaban peor que nosotros. Las vacas y los burros, que los ataban a una estaca en el suelo y pasaban un calor horrible, a veces sin agua para refrigerarse. Yo les llevaba un cubo de agua fresca de nuestro pozo y los animalitos me miraban como si fuera una aparición, alguien de otro mundo. Tras beber, se levantaban en ocasiones y me invitaban a montarlos para llevarme a dar un paseo por Mampela o El Cucadero. Las vacas eran menos amables y cuando les entraba la cuca, por el calor, se ponían a correr y a dar saltos por el campo y había que buscarse un agujero o la chueca de un olivo para protegerse de sus embestidas y coces.
Los lugares más frescos de Palomares eran las alcantarillas, los tubos que atravesaban la carretera de Almensilla para que no se arriaran los olivos. Eran cañones de aire fresco y si te acostabas dentro de uno de aquellos desagües a las cuatro de la tarde, te dormías y podías llevarte en ellos tres o cuatro horas. Te dormías y soñabas con el señor de los napolitanos, quien a veces, en sueños, me dejaba meter la cabeza en la cántara donde llevaba los manjares. Diez segundos y se te congelaban las orejas, algo que el hombre hacía gratis, supongo que por una cuestión de humanidad.
En Palomares no había entonces piscina pública, pero sí cuatro o cinco albercas de las huertas y en ocasiones podíamos burlar la vigilancia de los guardas y darnos un baño en agua sucia, con ranas y bichas. A finales de los sesenta empezaron a llegar los parcelistas y lo primero que hacían eran las piscinas, que dejaban llenas cuando regresaban los domingos a Sevilla. Aquello era un festín acuático cada verano, con todas las piscinas para nosotros, y algunas veces se dejaban fuera de la casa alguna pelota de goma y entonces era ya la repera. Creo que empecé a creer en Dios en verano y por aquellas piscinas casi olímpicas en las que se nos ponía la piel rizada de tanta agua.
Palomares tiene el río Pudio y el Guadalquivir, este algo más lejos. Bañarse en el río grande de Sevilla a su paso por Coria o Gelves era muy peligroso no ya porque te podías ahogar, sino porque si te veían tus padres te daban una paliza tan grande que dejabas de beber durante una semana. A veces, algunos caños tenían una cuarta de agua tras la primavera y también nos bañábamos en ellos para jugar con los renacuajos y las serpientes de agua. Era agua que se podía beber y que corría a cierta velocidad buscando el río grande. En aquellos años escribí una sevillana –creo que es mía, ya no lo recuerdo bien–, que suelo cantar pensando en aquel caño de agua cristalina:
Palomares del Río,
no tiene río,
tiene un caño pequeño
con mucho brío.
Mis veranos de ahora son un coñazo, a veces una verdadera tortura, siempre metido en casa trabajando con el aire acondicionado puesto y la nevera llena de barras de helado. Tengo dos o tres ventiladores que apenas pongo y una ducha con una alcachofa que parece una catarata. Posibilidades de irme a la playa o a la sierra y decenas de terrazas de Mairena del Alcor donde ahogarme en tinto de verano o cerveza. Y ocho o diez abanicos de esos que me dan a veces en los festivales de flamenco o en los congresos. Pues nada, me aso de calor y creo que es porque cuando hiervo y me empapo en sudor empiezo a recordar los veranos de Cuatro Vientos, las alcantarillas, los burros al sol bebiendo en el cubo de casa, los caños de agua cristalina y las apestosas albercas de las huertas.
Pero si hay una imagen que me viene a la cabeza cada día cuando paso calor, es la de las vacas con la cuca dando carreras y saltos por el campo, entre los olivos, mientras los niños de Cuatro Vientos corríamos despavoridos para buscar una chueca de olivo donde escondernos. Esa es mi imagen favorita de aquellos veranos, una vaca dando respingos. Llevo trece años en Mairena del Alcor, salgo al campo cada día llueva o haga calor y nunca he visto a una vaca con la cuca. Es que no se ven vacas, solo ovejas y cabras; como si se las hubiera tragado la tierra.
No sé ustedes, pero empecé a escribir este artículo asado de calor y estoy a punto de ponerme una rebeca. A veces tenemos calor porque hablamos mucho de ello, del calor. Pero si pensamos en la que está cayendo y también en aquellos napolitanos o las alcantarillas de Cuatro Vientos que nos refrescaban un poco, sentiremos como una ligera brisa en la memoria.