Los verdaderos padres de la Feria

La Feria que se levantó entonces era rural y elegante al mismo tiempo, elitista y campechana a la vez

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15 abr 2018 / 22:00 h - Actualizado: 15 abr 2018 / 19:49 h.
"La memoria del olvido"
  • ‘La feria de Sevilla’ de Andrés Cortés (1856).
    ‘La feria de Sevilla’ de Andrés Cortés (1856).

{Si alguien de fuera llegara a Sevilla en otoño sin conocer cómo se desarrolla aquí el año y recorriera, más allá de Los Remedios, una explanada vacía pero con calles rotuladas, aceras y árboles, sin duda pensaría que aquello era una obra de locos, de gente que comienza la casa por la ventana. Pero eso es, precisamente, lo que ocurre cada año en Sevilla cuando llega abril.

Irremediablemente alguien le explicará al foráneo que todo aquello no lo inventaron los sevillanos sino que se lo sacaron de la manga, y al alimón, un vasco y un catalán. Esas cosas se cuentan porque necesitamos seguir viviendo de la leyenda del invadido que, al final, vence al invasor inoculándole el veneno de sus propias costumbres pero no son verdad.

Ni Narciso Bonaplata ni José María Ybarra eran unos tradicionalistas de esos que ahora ponen el grito en el cielo en cuanto se rompe cualquier costumbre con seis o siete años de existencia: por el contrario, eran ilustrados y constitucionalistas cuando por lo uno o por lo otro te podía poner de cara a una pared y meterte una andanada de balas entre pecho y espalda. Eran individuos llegados del Norte para recolonizar una tierra que, después de haber sido el centro del Imperio, llevaba siglos sumida en la decadencia y en la incuria.

El culé (valga el anacronismo) Bonaplata fue un industrial que puso en el desamortizado convento de San Antonio, en la vieja Puerta de San Juan, de cuya iglesia sigue saliendo cada Miércoles Santo la cofradía del Buen Fin, su fundición para fabricar maquinaria de almazaras y las piezas metálicas que en Nueva York levantaban los rascacielos y el puente de Brooklyn. También abrió una fábrica de hilado, antecesora de Hytasa.

El vasco Ybarra, en Bilbao, se había jugado la piel en el combate contra carlistas como Zumalacárreguir y el cura Santa Cruz, los Jerifaltes de antaño de Valle Inclán. Allí había estado en un tris de verse ante el paredón de los fusilamientos pero aquí hizo flotar en el Guadalquivir los primeros vapores que surcaron sus aguas partiendo hacia el mar más o menos desde donde hoy arranca la escalera de Tagua (que debe el nombre a su constructor, el ingeniero Baldomero Tagua que la proyectó a fin de unir la calle Betis con al puente salido de los talleres bonaplatenses de San Antonio) y –seguramente con las prensas que le proporcionaba su amigo catalán– se dedicó a producir aceite en Dos Hermanas.

La Feria de esos próceres era la que Gustavo Adolfo Bécquer puso a parir en su célebre artículo publicado en la revista El Museo Universal. Es probable que en los perfiles parisinos que destila el relato becqueriano hasta la somera descripción de la fiesta de gitanos flamencos en la alta noche tuviera mucho que ver la mujer de Bonaplata, la francesa Palmira Michel de Berquins, una contralto que, precisamente por la rareza de las voces bajas en el género femenino, era muy conocida en los teatros europeos.

En la Sevilla de entonces los franceses formaban una minoría pequeña pero muy cualificada, tanto que la cualificación comenzaba por Antonio de Orleans, Duque de Montpensier y eterno aspirante al trono de España hasta el advenimiento de la I República. Los periódicos y revistas ilustradas francesas llegaban tanto al Círculo Mercantil como al de Labradores y el primer puente (exceptuando el de barcas) sobre el Guadalquivir fue una copia del que, en París, se llamaba del Carrusel (que hoy, por cierto, París ya no tiene).

La Feria que se levantó entonces tenía la misma mezcla que el Labradores o el Mercantil de esos años o que la personalidad de Fernando Villalón medio siglo después: era rural y elegante al mismo tiempo, elitista y campechana a la vez. Debía mostrar una Sevilla que «tenía de todo».

De todo menos ser parte de una nación floreciente y, sobre todo, un banco en el que realizar las miles de transacciones comerciales que sus fundadores habían imaginado. Por muchos vestidos, sombreros y carruajes que se importaran de Centroeuropa, por muchas visitas que vinieran del extranjero y por muchas soirees elegantes a celebrar las noches de cada día del festejo, una ciudad sin otra entidad financiera que un Monte de Piedad que servía, fundamentalmente, como casa de empeños, la Feria de Abril no podía constituirse en hecho trascendental en la época de los imperios colonizadores.

Fue ahí, sin embargo, donde –igual que había sucedido un siglo antes– entró en acción el genio local que ya tenía una larga experiencia en eso de convertir en oportunidad los problemas y hacer virtud de la necesidad. Gustavo Adolfo Bécquer, llegado desde Madrid para hacer de periodista, captó perfectamente que la única potencialidad del evento comercial estaba, precisamente, en imitar a aquellos que, habiéndose dedicado desde siempre al comercio, pregonaban desdeñarlo: los flamencos.

José María Ybarra y Narciso Bonaplata hicieron lo que pudieron para poner Sevilla en el convierto de las ciudades europeas que estaban poniendo los ladrillos y tornillos de la modernidad. Hasta levantaron en el Prado, para volver a intentar que Sevilla se pareciera a París, la Pasadera o Pasarela que, luego, sería inmisericordemente enviada al desguace.

Verdaderos padres de la Feria, fueron aquellos personajes del relato becqueriano que, madrugada, cantaban siguiriyas de el Fillo alrededor de una mesa coja eran la aguja de navegar en el mar proceloso del siglo XIX español.

Si alguien de fuera llegara a Sevilla en otoño sin conocer cómo se desarrolla aquí el año y recorriera, más allá de Los Remedios, una explanada vacía pero con calles rotuladas, aceras y árboles, sin duda pensaría que aquello era una obra de locos, de gente que comienza la casa por la ventana. Pero eso es, precisamente, lo que ocurre cada año en Sevilla cuando llega abril.

Irremediablemente alguien le explicará al foráneo que todo aquello no lo inventaron los sevillanos sino que se lo sacaron de la manga, y al alimón, un vasco y un catalán. Esas cosas se cuentan porque necesitamos seguir viviendo de la leyenda del invadido que, al final, vence al invasor inoculándole el veneno de sus propias costumbres pero no son verdad.

Ni Narciso Bonaplata ni José María Ybarra eran unos tradicionalistas de esos que ahora ponen el grito en el cielo en cuanto se rompe cualquier costumbre con seis o siete años de existencia: por el contrario, eran ilustrados y constitucionalistas cuando por lo uno o por lo otro te podía poner de cara a una pared y meterte una andanada de balas entre pecho y espalda. Eran individuos llegados del Norte para recolonizar una tierra que, después de haber sido el centro del Imperio, llevaba siglos sumida en la decadencia y en la incuria.

El culé (valga el anacronismo) Bonaplata fue un industrial que puso en el desamortizado convento de San Antonio, en la vieja Puerta de San Juan, de cuya iglesia sigue saliendo cada Miércoles Santo la cofradía del Buen Fin, su fundición para fabricar maquinaria de almazaras y las piezas metálicas que en Nueva York levantaban los rascacielos y el puente de Brooklyn. También abrió una fábrica de hilado, antecesora de Hytasa.

El vasco Ybarra, en Bilbao, se había jugado la piel en el combate contra carlistas como Zumalacárreguir y el cura Santa Cruz, los Jerifaltes de antaño de Valle Inclán. Allí había estado en un tris de verse ante el paredón de los fusilamientos pero aquí hizo flotar en el Guadalquivir los primeros vapores que surcaron sus aguas partiendo hacia el mar más o menos desde donde hoy arranca la escalera de Tagua (que debe el nombre a su constructor, el ingeniero Baldomero Tagua que la proyectó a fin de unir la calle Betis con al puente salido de los talleres bonaplatenses de San Antonio) y –seguramente con las prensas que le proporcionaba su amigo catalán– se dedicó a producir aceite en Dos Hermanas.

La Feria de esos próceres era la que Gustavo Adolfo Bécquer puso a parir en su célebre artículo publicado en la revista El Museo Universal. Es probable que en los perfiles parisinos que destila el relato becqueriano hasta la somera descripción de la fiesta de gitanos flamencos en la alta noche tuviera mucho que ver la mujer de Bonaplata, la francesa Palmira Michel de Berquins, una contralto que, precisamente por la rareza de las voces bajas en el género femenino, era muy conocida en los teatros europeos.

En la Sevilla de entonces los franceses formaban una minoría pequeña pero muy cualificada, tanto que la cualificación comenzaba por Antonio de Orleans, Duque de Montpensier y eterno aspirante al trono de España hasta el advenimiento de la I República. Los periódicos y revistas ilustradas francesas llegaban tanto al Círculo Mercantil como al de Labradores y el primer puente (exceptuando el de barcas) sobre el Guadalquivir fue una copia del que, en París, se llamaba del Carrusel (que hoy, por cierto, París ya no tiene).

La Feria que se levantó entonces tenía la misma mezcla que el Labradores o el Mercantil de esos años o que la personalidad de Fernando Villalón medio siglo después: era rural y elegante al mismo tiempo, elitista y campechana a la vez. Debía mostrar una Sevilla que «tenía de todo».

De todo menos ser parte de una nación floreciente y, sobre todo, un banco en el que realizar las miles de transacciones comerciales que sus fundadores habían imaginado. Por muchos vestidos, sombreros y carruajes que se importaran de Centroeuropa, por muchas visitas que vinieran del extranjero y por muchas soirees elegantes a celebrar las noches de cada día del festejo, una ciudad sin otra entidad financiera que un Monte de Piedad que servía, fundamentalmente, como casa de empeños, la Feria de Abril no podía constituirse en hecho trascendental en la época de los imperios colonizadores.

Fue ahí, sin embargo, donde –igual que había sucedido un siglo antes– entró en acción el genio local que ya tenía una larga experiencia en eso de convertir en oportunidad los problemas y hacer virtud de la necesidad. Gustavo Adolfo Bécquer, llegado desde Madrid para hacer de periodista, captó perfectamente que la única potencialidad del evento comercial estaba, precisamente, en imitar a aquellos que, habiéndose dedicado desde siempre al comercio, pregonaban desdeñarlo: los flamencos.

José María Ybarra y Narciso Bonaplata hicieron lo que pudieron para poner Sevilla en el convierto de las ciudades europeas que estaban poniendo los ladrillos y tornillos de la modernidad. Hasta levantaron en el Prado, para volver a intentar que Sevilla se pareciera a París, la Pasadera o Pasarela que, luego, sería inmisericordemente enviada al desguace.

Verdaderos padres de la Feria, fueron aquellos personajes del relato becqueriano que, madrugada, cantaban siguiriyas de el Fillo alrededor de una mesa coja eran la aguja de navegar en el mar proceloso del siglo XIX español.