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Los zapatos de charol

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30 oct 2018 / 08:23 h - Actualizado: 30 oct 2018 / 09:29 h.
"Excelencia Literaria"
  • Los zapatos de charol

Por Miguel María Jiménez de Cisneros, ganador de la X edición de Excelencia literaria
Tomás era fabricante y vendedor de zapatos. Sus curtidas manos hablaban de largos años en aquel arte y a pesar de todo mantenía el vigor y la destreza necesarios para crear el mejor calzado de la comarca.

«ZAPATOS AGUIRRE», se leía en el letrero de madera sobre el escaparate de su establecimiento, donde lucían pares de diverso tamaño y color, calzado de hombre y de mujer, de trabajo y de fiesta. Allí se mostraba una parte del surtido de los Aguirre, pues Tomás no estaba solo al frente del negocio: su hermano Braulio le ayudaba atendiendo a los clientes.

Entrar en su tienda tenía cierto encanto. Estantes de cajas en una pared y en otra, un añejo espejo de cuerpo entero, algunas banquetas tapizadas en verde y un sencillo mostrador de roble. Tras él se encontraba Braulio y en la estancia posterior, el taller de Tomás.

Los hermanos no vendían un excesivo volumen, pero el negocio iba bien en su sencillez.

***

A las siete de la mañana Tomás empujó la portezuela que conectaba su hogar con el taller. Prendió la luz y se dispuso a trabajar. Su hermano solía llegar más tarde, en torno a las diez, para abrir la tienda. En una tabla tenía los materiales: cortes de ante y cuero. En otra, las cajas de cartón donde se meterían los zapatos. En un estante, los libros de cuentas. También había tachuelas, pegamento, herramientas, botes de betún, cuerdas, hilo...

Se encaminó a su sillita de madera y mimbre. Antes de tomar asiento, alcanzó un papel clavado con un alfiler en una tabla de corcho, donde tenía apuntados los encargos:

Zapatos de charol negro de niña. Talla 35. Dª Cecilia López.

Al leer la nota, escrita —como todas— por su hermano Braulio, sonrió.

—Margarita va creciendo —murmuró.

Porque ese encargo lo recibía cada año, aunque la talla iba aumentando desde que recibiera el primero de ellos, seis años atrás. La señora López era la única que todavía encargaba zapatos de charol. Braulio iba cada año, diligentemente, a comprar planchas de charol por esas fechas. Margarita era su segunda hija, y no había un año en el que no estrenara zapatos nuevos.

Tomó el charol negro, enrollado en un recoveco de una estantería. Cortó el patrón y comenzó a elaborar el encargo.

Al cabo de una hora contempló el resultado, complacido. Ya veía a la pequeña Margarita sonriendo con sus nuevos zapatos. Aunque enseguida tragó saliva, pues pensó que iban a ser los últimos zapatos de charol que confeccionaría. Si sus manos no le daban problemas, su vista menguaba cada vez de forma más evidente. Para el año siguiente, por aquellas fechas, seguramente estaría retirado.

Los estuvo observando un rato. Después los introdujo en una caja de cartón, la cerró y anotó: «Zapatos de charol. Talla 35».

Y volviendo a la silla, continuó con la siguiente tarea.