Madre, maestra y amiga

Ha sido un año muy duro, de repaso a toda una vida, de recuerdos agradables y no tan agradables, de echarla de menos como jamás pensé que podría echar de menos a alguien

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
29 abr 2017 / 08:42 h - Actualizado: 29 abr 2017 / 08:44 h.
"Desvariando"

Tal día como hoy, del pasado año, enterraba en el Cementerio de San Fernando de Sevilla a la persona más importante de mi vida, mi madre. No solo porque fuera mi madre, que ya sería un buen motivo para adorarla mientras viva, sino porque fue maestra y amiga, consejera a la que pocas veces hice caso y, sobre todo, modelo a seguir con sus defectos y virtudes, que una madre, maestra o amiga no tiene por qué ser perfecta. Ha sido un año muy duro, de repaso a toda una vida, de recuerdos agradables y no tan agradables, de echarla de menos como jamás pensé que podría echar de menos a alguien. Duro por esa terrible impotencia de saber que nunca voy a volver a verla, aunque he hecho un poco las paces con Dios en estos últimos meses y no descarto un reencuentro con ella en alguna parte, allí donde comienzan o se acaban los sueños, en algún balcón celeste del universo.

Mi madre tuvo mucho que ver en que dejara de creer en Dios, sin que ella me inculcara la falta de fe, porque era una mujer creyente, aunque muchas veces dudara y le pidiera cuentas al Padre de ciertas cosas. La vi muchas veces reprocharle su falta de atenciones con ella, de cariño, cuando le costaba dar de comer a sus hijos o tener la fuerza necesaria para el día a día de una época difícil de la historia de España. «¿No te jartas, Dios mío?», le preguntaba a veces, desesperada, ante los muchos problemas que tenía para poder darnos todo lo que necesitábamos. Era un niño quizá demasiado sensible y sufría viéndola, enlutada y flaca, cansada de tanto trabajar dentro y fuera de casa, de día y de noche, con pocos motivos para seguir adelante, al margen de su responsabilidad como madre, que no eludió ni en los momentos más complicados.

No solo veía penas en mi casa, sino fuera, en la calle. Me lastimaba ver tanta pobreza a mi alrededor, tantas familias con problemas para tener cubiertas las necesidades más básicas. Alguna vez he dicho en esta misma página que tardé en tener conciencia de lo pobre que éramos en mi casa, quizá porque Palomares no era un pueblo rico y los pocos que había no hacían mucha ostentación de su fortuna. Lo eran los dueños de algunas de las haciendas y estos solo venían a hacer caja y a que les llamaran señoritos mientras les abrían la puerta de sus lujosos automóviles. Supe lo pobre que éramos cuando tuvimos televisor, porque, aunque en blanco y negro, empecé a saber lo que era una playa, la Feria de Sevilla, Sierra Nevada o ciudades europeas y nacionales como Roma, París, Barcelona o Madrid, donde la gente no se desplazaba en carros o bestias, sino en coches.

Le empecé a poner caras a Gento, Amancio, Gárate e Iríbar, cuando en Cuatro Vientos jugábamos al fútbol en la carretera y sin balón, porque no había campo y tener una pelota aunque fuera de goma era tan difícil como besar la luna desde el fondo de un pozo. Jugábamos con botellas de plástico, las del aceite. Le poníamos un corcho y a emular a Rogelio o a Achúcarro. Nada de eso echaba de menos hasta que no llegó la televisión a casa, que fue precisamente una apuesta de mi madre. Una mañana se fue a Coria del Río y a la caída de la tarde apareció por Cuatro Vientos con un Ínter de doble pantalla que había comprado a plazos, naturalmente. Era una tele en blanco y negro, pero yo la veía en color: veía perfectamente el color plateado del delfín Flipper, la piel tostada de Sofía Loren, el cielo azul de Sevilla en contraste con el verde del Parque de María Luisa, y los ojos claros de Paul Newman. Creo que mi madre compró la televisión solo para mí.

Este año sin ella me ha servido para recordar algunas cosas que había decidido enterrar. Por ejemplo, cuando un día, siendo apenas un adolescente, decidí escaparme de casa para vivir mi vida en la costa malagueña trabajando en hoteles o restaurantes, porque no encontraba mi centro en Sevilla, entonces, a finales de los setenta, una ciudad preñada de parados. Le dije que me iba a Marbella, a la aventura, y se negó en rotundo. Una mañana hice un hatillo y, en compañía de dos amigos de la misma edad, abandoné la casa sin decir nada, sin dejar siquiera una nota. La aventura acabó pronto, en Osuna, y en aquel viaje me ocurrió de todo, porque lo hicimos andando, sin dinero y con menos luces que una bicicleta vieja.

A los tres días, estando de noche en una gasolinera del citado pueblo, decidí que tenía que volver a casa, porque estaba hambriento, cansado, herido en una pierna y una mano y, sobre todo, porque andaba preocupado por mi madre, que llevaba tres días sin saber nada de mí. Llegué a casa a las cinco de la mañana y cuando llamé a la puerta me abrió y la vi al final de la escalera con muy mala cara, demacrada, seria, supongo que con ganas de quitarse una alpargata y ponerme el culo morado. Pepa tenía malas pulgas. Me dijo que subiera y que me duchara. Me acosté y a los cinco minutos, antes de caer rendido de sueño, me llevó un vaso de leche caliente a la cama. «Mañana hablamos», me dijo. Nunca hablamos de aquel asunto y entendí perfectamente la lección que quiso darme.

Esta mañana iré al cementerio a llevarle unas flores y a decirle que no hay un solo día que no la recuerde por algún motivo. Que sigo viendo la forma de poder viajar en el tiempo para evitarle los sufrimientos que no pude evitarle de niño, ahora que tengo más experiencia y, seguramente, más mala leche. Que sigo estando orgulloso de llevar su sangre y de parecerme a ella hasta en el blanco de los ojos. Que me duele hasta el aliento cuando abro la caja de metal en la que guardo sus gafas, su rosario, sus estampitas de santos y el pañuelo de cuello rosa estampado que solo se ponía en momentos muy especiales y una vez que abandonó el luto. Que sigo pensando, como ella, lo injusto que es el mundo con los más necesitados, con los pobres. Y que cada vez que alguien me afea que escriba tanto de la que me trajo al mundo –porque es algo privado y personal que no le interesa a nadie, comentan–, le digo lo mismo. Con tanta basura como hay por todas partes y tantos hipócritas escribiendo de lo que no sienten, ¿cómo no voy a escribir de una mujer que fue un ejemplo de honradez y lucha? De mi madre, sí.