Malos muy malos

Image
Miguel Aranguren @miguelarangurn
18 feb 2018 / 18:50 h - Actualizado: 18 feb 2018 / 20:01 h.

En el reparto de «polis y cacos», los niños se pelean con tal de engrosar el equipo de quienes burlan la Ley. Y a ninguno causa tanta envidia como el que hace de sus travesuras una leyenda: se empieza por robar caramelos y se acaba por dar cambiazos en los exámenes de final de curso, cruz de ingenio para quienes saben vender sus pequeñas estafas. Después provoca regocijo la listeza del que se burla del olfateo agresivo de Hacienda, o la de aquel que aún se baja películas piratas de estreno, a pesar del racimo de canales de pago que cuentan con videotecas para todos los gustos. Y qué decir del que replica programas informáticos o se cuela en fiestas, gimnasios y bodas.

España sigue siendo una novela de Quevedo, con sus listos y listillos que la gozan al no pagar lo que otros sí pagan. Esta atracción por el mal es condición universal, salvo en Suiza, tan civilizada, en donde las cajas fuertes de sus bancos protejan las fortunas empapadas en sangre de los dictadores conocidos y por conocer. Esta es la razón del éxito de tantas series que pintan la villanía con tintes épicos. Pero si lo de las series es invento más o menos reciente, los tintes épicos de los malvados nos acompañan desde el albur de la vida. Por eso la canonización civil de Pablo Escobar, asesino donde los haya. Por eso la escondida admiración por Sito Miñanco y su empaque para hacer del delito una fábrica de dinero. Por eso nuestras divertidas alharacas ante la pandilla de maleantes que en el hospital de la Línea y a punta de pistola, se llevaron a su capo recién detenido. La policía burlada es un deleite para quienes, después, reclaman orden y seguridad.