Por Marta Gabriela Tudela Toledo. 17 años. Colegio Sierra Blanca, Málaga.
Aunque le sucedió cuando tan solo tenía doce años, aquel reputado actor me contó la siguiente anécdota como si la hubiese vivido veinticuatro horas antes. ¡Y cuánto se lo agradecí!
«A tan solo unos minutos de mi intervención, comencé a sentir cómo todo daba vueltas. Conforme me iba acercando al lugar que me correspondía, mi vista se nublaba y mis oídos dejaron de funcionar. Apurado por mi aparente mal estado, el coreógrafo —que entre bambalinas supervisaba el ritmo de la función— me ofreció una silla y un vaso de agua. Pero yo no parecía mejorar.
El segundero del reloj avanzaba a un ritmo frenético, desvaneciendo todas mis esperanzas de participar en la función. Por mucho que lo negara cada vez estaba más claro: aquel no era mi día.
Pensé por unos instantes en rendirme, pero la idea se fue tan rápido como llegó. Tanto tiempo preparándome, tantos costosos ensayos... Aquel duro trabajo no podía ser en vano.
A pesar de que el tiempo jugaba en nuestra contra, el coreógrafo corrió a buscar entre el público a un médico conocido suyo que, tal vez, podría ayudarme. En el auditorio, un desesperante cartel que prohibía el uso de móviles hizo su búsqueda aún más difícil. Tras unos segundos de incertidumbre, finalmente pudo localizarle y conducirlo a toda prisa hasta donde yo me encontraba.
Una vez a mi lado, el doctor pudo observar cuáles eran mis síntomas y me hizo varias preguntas acerca de mi estado. Sudores fríos, dolor de tripa, orejas ardientes, corazón acelerado... todos ellos eran indicios de distintas causas, pero no conseguía dar con ninguna que las reuniese.
Mientras, el Canon de Pachelbel proseguía su ritmo in crescendo. A partir de esos rápidos compases, como por arte de magia, empecé a sentirme mejor. El rubor volvió a mis mejillas y, aunque algo aturdido todavía, fui capaz de recuperar la tranquilidad y salir a escena.
El médico y el coreógrafo, asombrados por mi repentina mejoría y mi magnífica intervención, no dudaron en abordarme nada más terminó el espectáculo.
—Juanito... ¿Qué te ha pasado?... ¿Comiste algo en mal estado? ¿O tal vez cogiste frío?...
—No —susurré—. Todo ha sido mi miedo al escenario.
Desde entonces no he sabido concebir la vida sin el teatro. En él lloro, río y me enfado, aceptando las consecuencias que sufrirá mi cuerpo. Soy feliz y desdichado, sufro y hago sufrir. Pero disfruto con mi trabajo».
Tras estas palabras, no quise renunciar a mi vocación, sintiéndome en la necesidad de pronunciar la conocida frase: «¡Mamá, quiero ser artista!».