Mariología política

El amor de la gente a su tierra es lo único que saca al título de mariana de la parafernalia nacionalcatolicista y lo único capaz de convertir la Mariología en geografía humana y materia urbanística

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08 dic 2017 / 09:33 h - Actualizado: 08 dic 2017 / 09:35 h.
"Sevilla reverencia a la Inmaculada"
  • Mariología política

Las miles de orlas que rodean los escudos de otras tantas ciudades del mundo normalmente llevan escritas las palabras invicta, honrada, gloriosa, fiel, heroica, antigua, real, imperial... Puede que, en algunos casos, se consigne en ellas un texto alusivo a la religión por la que se decantó o fue empujada a decantarse; también que el emblema se adorne con alguna frase alusiva a la sabiduría o una invocación a la divinidad.

Pero que entre los títulos de urbe aparezca el de mariana seguramente es una rareza rayana en la más absoluta singularidad; no creo, en definitiva, que, aparte de Sevilla, exista otra en el mundo que lo lleve. Es más, estoy convencido de que adjudicárselo a la propia no se le había ocurrido a nadie de cuantos, a lo largo de muchos siglos, se encargaron de las tareas del dorado y el ornamento de cada una.

Y, sin embargo, seguro que aquí, cuando llegó la hora de aplicar el calificativo, a los encargados de hacerlo les pareció algo que venía como anillo al dedo y a la ciudadanía en general una cosa de sentido común. Más de cuatro se extrañarían que el otorgamiento de ese título a la población no se le hubiera ocurrido antes, por mera lógica, a quien correspondiera.

Y eso fue, sin duda lo que pasó cuando se le ocurrió en 1946 –a poco más de un año del final de la contienda mundial, siete después del fin de la guerra civil, aunque sus secuelas represivas siguieran y en una España aislada internacionalmente– a unos cofrades de la hermandad de San Bernardo. Por eso las adhesiones y las firmas corrieron como la pólvora, y, llevadas en las alas del ayuntamiento, llegaron hasta Francisco Franco Bahamonde que, dándose también un golpe en la frente, se precipitó hacia su escritorio para firmar el correspondiente decreto el 6 de diciembre de ese año y dos días después, festividad de la Inmaculada, las campanas de la Giralda y las de todas las iglesias de Sevilla y la corporación municipal en pleno rubricaron el nuevo título que lucía en el emblema capitalino alrededor de las figuras de San Fernando, San Isidoro y San Leandro.

Era una empresa que se había gestado a lo largo del tiempo. Las bases comenzaron a cimentarse mucho antes. Fue al principio del barroco cuando cada ciudad, cada pueblo y cada barrio (y hasta muchas de las familias que los habitaban) comenzaron a poseer su propia Virgen María que ejercían allí su patrocinio con advocación o título particular y con características singulares en su imagen.

No se trataba únicamente de patronas o protectoras con el nombre de esta o aquella población como le pasa a la Virgen de Lourdes o a la de Fátima, sino que se trataba de figuras con títulos barrocos como del Dulce Nombre, del Mayor Dolor (o del Mayor Dolor y Traspaso para evitar los derechos de autoría de la primera como sucedió entre la de la Carretería y la del Gran Poder), de la Amargura... calificativos que no eran sino el resultado de la conversión en nombre propio de lo que no era más que la descripción o calificación de un momento de la vida de la madre de Jesús. Así, el dolor o la amargura de María se convertían en personas casi distintas, con emociones, estados de ánimo diversos y vecinas de barrios distintos a la Virgen de la Amargura, de las Lágrimas, de la Esperanza...

Pero eso no se convertiría en geografía mariana hasta las postrimerías del siglo XIX; hasta que a Benito Mas y Prat se le ocurrió escribir una obra que compendiaba la idiosincrasia andaluza a través del paisaje humano y sus fiestas y a la que, refiriéndose a Andalucía, puso el título de La Tierra de María Santísima.

El libro, ilustrado con magníficos dibujos de García Ramos –cuyas copias siguen llenando las paredes de bares y tabernas–, gozó de un gran éxito y muchos de sus conceptos y reflexiones pasaron a formar parte de pregones tanto religiosos como civiles y a marcar el estilo de muchos que se dedicaban a cortejar a la musa del costumbrismo.

El ambiente estaba creado y, al calor de la Exposición Iberoamericana, ese clima cristalizó en el Congreso Mariano Iberoamericano de Sevilla en 1929. Creo que de lo que allí se dijera quedó muy poco, tampoco he conseguido visualizar muchas imágenes de lo que allí pasó. De aquel evento hoy sólo se recuerda la Salve que compuso un fraile agustino de El Escorial y que, con una súplica desgarrada en sus últimos versos, se canta en cada manifestación de religiosidad popular de esta vasta y profunda tierra de María Santísima: «Salve, Madre/ en la tierra de mis amores...».

Parece que en un intento de objetivar lo subjetivo los organizadores del evento cambiaron el adjetivo personal mi del segundo verso por el de tu intentado expresar que era la Virgen la que había escogido Sevilla. Así quedó reflejado en las copias que se repartieron. Pero, inexplicable e inconscientemente, la gente volvió a la versión de autor.

El amor de la gente a su tierra es lo único que saca al título de mariana de la parafernalia nacionalcatolicista y lo único capaz de convertir la Mariología, que siempre fue una asignatura de la carrera de Teología, en geografía humana y materia urbanística.