No llego a entender por qué un producto alimenticio bajo en sal es más caro que el más salado, cuando su fabricante se ahorra miles de euros en el más sano. Lo mismo pasa con el azúcar en las bebidas refrescantes y en otros muchos productos que advierten que no llevan azúcares añadidos. También acontece con los frutos secos tostados y los fritos, estos últimos son siempre más baratos, aunque llevan un ingrediente más: el aceite.
Hay una conspiración para abaratar lo insano y encarecer lo saludable, que debe esconder intereses cruzados ocultos entre la industria alimentaria y las multinacionales de la salud y la farmacia que, al final, se benefician de la batalla contra la obesidad. No me creo que la bollería y la panadería integral sean más costosas de fabricar, pero la realidad se impone y la opción por la salud perjudica gravemente las economías personales y domésticas. En este contexto se está consolidando la tendencia al consumo responsable y sostenible con la consiguiente proliferación de tiendas de productos ecológicos y de zonas específicas en los supermercados y grandes superficies.
Todos somos conscientes de que la salud tiene un precio y que la calidad hay que pagarla, pero lo que no debe permitirse es el abuso de la cadena de distribución y de los comerciantes a la hora de fijar los precios de los productos más saludables. La reiterada reivindicación de agricultores y ganaderos para lograr que los productos agroalimentarios incorporen en su etiquetado el precio que se les paga es todavía una asignatura pendiente en nuestra economía.
En el caso de las frutas, verduras y carnes ecológicas la incorporación del precio en origen nos escandalizaría aún más si cabe. Como en otros muchos casos, el Sistema penaliza a los ciudadanos más responsables, conscientes y sacrificados y estimula el consumo más descerebrado. Los grandes perjudicados son los sectores más vulnerables: infancia, adolescencia, juventud, familias monoparentales y las personas mayores.