Mayo, mes de María

La carta del arzobispo

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05 may 2018 / 16:53 h - Actualizado: 05 may 2018 / 20:10 h.
  • Mayo, mes de María

Queridos hermanos y hermanas: Acabamos de comenzar el mes de mayo, tradicionalmente dedicado a la santísima Virgen. Más de una vez he confesado que uno de los recuerdos más entrañables de mi infancia y de mis años de Seminario son las flores de mayo, que celebrábamos en la capilla a la caída de la tarde. Recuerdo también las flores espirituales que los seminaristas recogíamos por la mañana antes de llegar a la capilla, con un obsequio a la Señora, que depositábamos a sus pies y que a lo largo del día tratábamos de cumplir. Recuerdo, por fin, las sentidas consagraciones a María que hacíamos por cursos a lo largo del mes. Hoy muchas de estas devociones han desaparecido, y no deja de ser una lástima. Estoy convencido de que nos sirvieron muy mucho para enraizar en nuestro corazón la devoción y el amor a la Virgen.

No hace muchos meses alguien que vivió como yo estas devociones entrañables me decía a él le parecían poco recias, demasiado blandengues y sentimentales y poco comprometedoras. En los últimos decenios, no han faltado quienes nos han dicho, con palabras explícitas o con actitudes, que la devoción a la Virgen es algo impropio de personas espiritualmente maduras. Algunos se han atrevido a afirmar que la devoción a María es un adorno del que se puede prescindir. Otros, por fin, han asegurado que el culto y el amor a la Virgen nos alejan de Jesucristo, el único mediador y salvador.

Ni qué decir tiene que estas afirmaciones no son verdaderas. La Santísima Virgen ocupa un lugar central en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia y, por ello, la devoción y el amor a Santa María pertenecen a la entraña misma de la piedad cristiana. Ella es la madre de Jesús. Ella, como peregrina de la fe, aceptó humilde y confiada, su misteriosa maternidad, haciendo posible la encarnación del Verbo. Ella fue la primera en admirar los milagros de su Hijo, la primera oyente de su palabra, su más fiel y atenta discípula, la encarnación más verdadera del Evangelio. Ella, por fin, al pie de la Cruz, nos recibe como hijos y acepta el dolor y la muerte de su Hijo y lo ofrece al Padre, convirtiéndose por un misterioso designio de la Providencia de Dios, en corredentora de toda la humanidad. Por ser madre y corredentora, es medianera de todas las gracias necesarias para nuestra salvación, para nuestra santificación y para nuestra fidelidad, lo cual en absoluto oscurece o disminuye la única mediación de Cristo. Todo lo contrario. Esta mediación maternal es querida por Cristo y se apoya y depende de los méritos de Cristo y de ellos obtiene toda su eficacia (LG 60).

La maternidad de María y su misión de corredentora no es algo que pertenece al pasado. Siguen vigentes, siguen siendo actuales: ella asunta y gloriosa en el cielo, sigue actuando como madre, con una intervención activa, eficaz y benéfica en favor de nosotros sus hijos, impulsando, vivificando y dinamizando nuestra vida cristiana. Esta ha sido la doctrina constante de la Iglesia, enseñada por los Padres de la Iglesia, vivida en la liturgia, celebrada por los escritores medievales y por nuestros más esclarecidos poetas, pintada o esculpida por nuestros mejores artistas, especialmente en nuestra Andalucía, tierra de María Santísima, enseñada por los teólogos y, sobre todo, por los Papas de los dos últimos siglos.

Por ello, la devoción a la Virgen, conocerla, amarla e imitarla, vivir una relación filial con ella, acudir a Ella cada día, honrarla con el rezo del Ángelus, las tres avemarías, el Rosario u otras devociones recomendadas por la Iglesia, no es algo de lo que podamos prescindir sin que se conmuevan los cimientos mismos de nuestra vida cristiana.

En la exhortación apostólica Marialis cultus, Pablo VI nos dejó escrita una frase que yo querría que se grabara en nuestros corazones: «Para ser auténticamente cristianos, hay que ser verdaderamente marianos». Efectivamente, María es el Arca de la Alianza, el lugar de nuestro encuentro con el Señor; refugio de pecadores, consuelo de los afligidos y remedio y auxilio de los cristianos; ella es la estrella de la mañana que nos guía y orienta en nuestra peregrinación por este mundo; ella es salud de los enfermos del cuerpo y del alma. Ella es, por fin, la causa de nuestra alegría y la garantía de nuestra fidelidad.

Honremos, pues, a la Virgen cada día de nuestra vida y muy especialmente en este mes de mayo. Acudamos a visitarla en sus santuarios y ermitas con amor y sentido penitencial. Qué bueno sería que en nuestras parroquias se restauraran las flores de mayo. El amor y el culto a la Virgen es un motor formidable de dinamismo espiritual, de fidelidad al Evangelio y de vigor apostólico. Que nunca nos acostemos tranquilos sin haber tenido un detalle filial con Nuestra Señora.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.