Tal día como hoy, de hace justamente un año, moría en su casa, solo y de un infarto, uno de los cantaores más grandes de su tiempo, José Menese, de la localidad sevillana de La Puebla de Cazalla, hijo de un humilde zapatero, Juan Meneses Aguilar, y de una mujer, Remedios Escot Cabrera, a la que adoró. Hablaba de su madre con verdadera admiración y valoraba mucho a las personas que sentían por sus batas lo mismo que él sentía por la suya. En el interior de aquel hombre rebelde y a veces intransigente y severo habitaba una persona de una enorme sensibilidad, de lágrima fácil y con buen fondo, aunque había que saber verlo, asomarse a su interior cuando se abría en canal o se volvía cristalino, algo que sucedía solo cuando él quería y para quien quería.
Ya no hay cantaores como José Menese, que aunque nació en 1942, parecía que venía de cien años atrás, cuando el cante andaluz aún no había sido bautizado con el nombre de flamenco y los gitanos de Triana eran muy celosos con sus cosas del arte, aunque mangaran a veces en fiestas de señoritos, y otros, con menos prejuicios, lo hicieran ya en los teatros. Existe una bella fotografía que le hizo Pepe Lamarca, sentado en una silla, de lado, que cada vez que la veo me parece un cantaor de aquella época, con una planta antigua y la mirada orgullosa. Me lo imagino midiéndose con Juan el Pelao en su fragua de la calle San Juan de Triana o sentado junto a Tomás el Nitri en la casa alcalareña de El Gordo y La Paula, los abuelos paternos de Juan Talega. Por el contrario, no me lo imagino cantando en aquellas compañías de la ópera flamenca, de los años treinta del pasado siglo.
La infancia de Menese fue dura, sobre todo porque eran nueve hermanos –él fue el cuarto–, con lo que eso significaba en la posguerra andaluza. Fue zapatero, albañil y jornalero del campo, cogiendo algodón o segando garbanzos. También hizo ladrillos, como buen morisco. Y aprendió a cantar en La Puebla, en el Café Central y en las reuniones de los aficionados del pueblo. Según él, lo de querer ser cantaor fue algo que tuvo claro muy pronto. Sin haber cumplido aún los veinte años, lo escuchó su paisano Francisco Moreno Galván, que llevaba tiempo buscando una voz que modelar y que cantara sus letras, y ese encuentro con el gran pintor y poeta comunista fue el principio de una relación larga y fructífera que hizo historia en el cante jondo y que el tiempo se encargará de que sea analizada debidamente, ahora que faltan los dos.
El cantaor morisco era también un hombre difícil, de ideas fijas, y muy intransigente con el pensamiento y la fe de los demás. Esto le hizo ser una persona atormentada, porque le lastimaban muchas cosas que se hacían con el cante, hasta el punto de enfrentarse a sus propios compañeros cuando se salían del carril de la ortodoxia. En este sentido, Menese era de la línea de cantaores mayores que él como Juan Talega y Antonio Mairena, dos grandes intransigentes. Mairena, quizá, era algo más diplomático, pero Juan Talega reprobaba hasta a su sombra. Y Menese era de esa cuerda, sin ser gitano. Para no darle más vueltas al asunto, no le gustaba el cante payo, de los gachés. «¿Dónde vas tú con el payismo?», me preguntó un día en un bar de la Gran Plaza de Sevilla, como queriéndome comer, porque había leído algo mío, elogioso, sobre Chacón y Morente.
Me aficioné al cante con Camarón, pero una noche escuché a Menese en el Festival de Martín de la Jara y me enamoré de su estilo, de aquella voz que era capaz de arrancar un olivo de raíz, en los setenta. No entendía entonces nada de cante, pero aquella noche me estremecí escuchándolo por tientos, soleares y seguiriyas. Fue como si me sacudieran, sentí un gran dolor y, por sus letras, las de Francisco, me hice menesista. Lo soy aún hasta el tuétano. Sé que no es muy ético decir esto, como crítico, pero es que me importan ya un pimiento la ética y la objetividad del crítico. En realidad nunca me han importado.
A pesar de una relación difícil con Menese, un día de hace muchos años me citó en La Viña, su chalé de La Puebla, para una entrevista. Su esposa, Encarnación Gil, y él me recibieron con honores de personaje importante. Tras almorzar y tomar café, se presentó en el chalé el guitarrista Fernando Rodríguez, también de La Puebla, al que había citado a esa hora para obsequiarme con un cante por soleá. Me hizo sentarme a un metro de los dos y me dio con las soleares en la cara de una manera que no olvidaré mientras viva. A pesar de que lo había criticado tantas veces, más por su comportamiento en los escenarios que por su manera de cantar, porque, repito, es de los cantaores que me han conmovido y que me sigue conmoviendo, ahora todavía más, desde que falta.
Menese ha dejado una obra discográfica impresionante, que lo va a defender por los siglos de los siglos. Fue una gran figura del cante, pero de verdad, y lo fue sin concesiones a lo facilón. Tenía una voz única y, sobre todo, profundidad. Su sonido te transportaba a otras épocas y sabía al paisaje, que para uno de sus maestros, Mairena, era la verdadera pureza del cante, el sabor al paisaje. Pocos cantaores estuvieron tan comprometidos con el cante jondo como él, como Menese, y ese compromiso le costó no solo el desprecio de muchos, por sus letras, sino tantos disgustos que llegaría a perder la cuenta. Al final, el maestro acabó desquiciado, casi sin amigos, quemado y asqueado de casi todo.
La última vez que lo vi fue en La Puebla y me partió el corazón verlo dando tumbos por las calles de su pueblo. Dolía tanto aquella imagen como su cante. Hoy hace un año de su muerte, doce largos meses. No voy a La Puebla desde entonces, desde aquel día que fui a darle el último adiós. Iré esta mañana para escuchar su voz entre los olivos y recordar tantos momentos vividos dentro y fuera de los escenarios. Le pediré a Fernando el del Central que me sirva su mejor vino y brindaré con él, y con quienes quieran, por un cantaor que, con sus defectos y virtudes, sus luces y sus sombras, logró el milagro de meterme muy adentro el cante, en las mismísimas entrañas. He dicho el cante, que quede claro