Metralla

De repente un dolor inmenso sacudió mis oídos. No oía nada. Tan sólo recuerdo ver corriendo, como pollos sin cabeza, a la gente. Rostros desencajados de terror. Me quedé inmóvil, paralizado

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05 ago 2018 / 21:21 h - Actualizado: 05 ago 2018 / 21:23 h.
"Tribuna"

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Aquella mañana de julio no era distinta a cualquier otra, pero nunca podré olvidarla. Mis notas en el colegio no fueron nada buenas y aquel verano no pude ir a la playa con mis primos y me quedé en Madrid. Me gané a pulso ser inscrito en una de esas academias en las que nos reuníamos la flor y nata de los estudiantes del barrio. La cafetera silbó mientras intentaba dominar al remolino rebelde que aparecía sin faltar a su cita diaria con aquel peine viejo de nácar. Al final siempre tenía que venir mi madre al rescate y rociarme con agua la cabeza. Entonces parecía que el remolino se rendía, pero no habíamos salido del ascensor y ya estaban los pelos de mi coronilla otra vez de punta. Hoy ya no tengo remolino, ni pelo, pero cuando me afeito por la mañana siempre recuerdo a mi madre protestando y rociándome con agua el cabello, airada, porque mi padre, ya sentado en la mesa de la cocina, amenazaba con irse y dejarme allí porque iba a llegar tarde al trabajo por mi culpa. Todas las mañanas eran así. Menos aquella; aquella mañana nos dejó rotos para siempre.

Vivíamos en la calle Bolivia, en un piso muy grande, con un pasillo que parecía no tener fin. El suelo era de madera y yo deseaba cogerle las vueltas a mi madre para recorrerlo con mi fantástico monopatín Sancheski de color naranja.

Era lunes, muy temprano, sobre las 7.45 de aquel 14 de julio de 1986. Yo tenía 10 años y ya me creía mayor, por lo que caminaba por la acera sin querer dar la mano a mi padre, menos cuando cruzábamos las calles. Ahí, cogerme de su mano era innegociable. Él sabía perfectamente administrar mis pequeños triunfos. Como cada mañana, desde que caí en desgracia por mi vagancia durante el curso, salimos de la calle Bolivia y tomamos a la derecha, por la calle Costa Rica. La academia se encontraba en la calle de Chile y para llegar a ella pasábamos por la Plaza de la República Dominicana. En la esquina de la plaza había una pequeña papelería que también vendía prensa. Mi padre compraba allí el periódico de manera sistemática y mientras que el tendero le devolvía el cambio yo miraba absorto el fluir de los coches. De repente un dolor inmenso sacudió mis oídos. No oía nada. Tan sólo recuerdo ver corriendo, como pollos sin cabeza, a la gente. Rostros desencajados de terror. Me quedé inmóvil, paralizado. Entonces mi padre me arropó con sus brazos y me acercó a su pecho con tanta fuerza que en mis costillas sentía el latido de su corazón, acelerado como un caballo desbocado. Pude ver aquel inmenso humo que se apoderó de toda la plaza y aquellas tuercas llegar rodando por la acera. Entonces alargué mi mano y cogí una de ellas. Tras aquellos instantes en los que todo cambió para siempre mi padre me llevó corriendo a mi casa. Mi madre estaba en el portal, junto a todos los vecinos, y cuando nos vio llegar rompió a llorar desconsolada y nos abrazó como si no nos fuera a ver más en la vida. Mi padre le pidió que se refugiara conmigo en casa y él se fue a ayudar. Nunca me saqué de la cabeza aquella lluvia de metales. A mis 42 años sigo recordando con dolor, con mucho dolor, a mi padre llorando como un niño pequeño al que le quitan su juguete preferido cuando volvió a mi casa. No sé lo que vio en aquella plaza, nunca quiso contarlo con detalle, pero se sumió en una depresión de la que nunca salió completamente; nunca volvió a ser el mismo.

Hoy me he sentado a tomar un café en un bar que se encuentra justo al lado del número 7 de la Plaza de la República Dominicana, justo donde estaba aparcada aquella furgoneta SAVA que impregnó de sangre inocente aquel lugar de Madrid. He dirigido mi mirada al suelo y lo veo cubierto de tuercas y tornillos, de sangre y cristales. Tras dar un sorbo al café humeante aún, he metido mi mano en el bolsillo del pantalón y he cogido aquella tuerca que llegó rodando y se detuvo junto a mí, cuando mi padre, arrodillado, me protegía del caos. La he puesto sobre la mesa con delicadeza y me he quedado mirándola fijamente. La guardo desde aquel día, desde hace 32 años. Mi cuerpo se estremeció cuando la imaginé en una caja, junto a otras muchas tuercas, tornillos y eslabones de cadenas, aguardando pacientemente dentro de aquella furgoneta aparcada a menos de diez metros de donde yo tomaba café. 32 años guardándola sin saber muy bien por qué.

Hoy he sabido que Santi Potros iba a salir de prisión. Y lo he imaginado sentado en una taberna de Lasarte contándoles a los jóvenes cachorros sus hazañas. O de consejero de Educación, porque, parece ser, que el gobierno vasco quiere poner en marcha una iniciativa que se llamará Herenegun, que significa anteayer en euskera. La iniciativa consiste en incluir en la asignatura de Historia el terrorismo de ETA, en cuarto de ESO y en segundo de Bachillerato, y qué mejor «narrador» que Santi Potros puede encontrar Urkullu, qué mejor maestro que quién organizó aquella matanza de aquel lunes de julio, o la de Hipercor en Barcelona.

Ya sé lo que voy a hacer con la tuerca. Me voy a subir en un autobús y me voy a ir a Lasarte. Me voy a pasear por las tabernas hasta que un día vea a Santi Potros sentado, tomando vinos y riendo con sus amigos. Entonces me levantaré y dejaré sobre su mesa la tuerca, de la que colgará un letrero que dirá: «Creo que esto es tuyo, te lo dejaste en Madrid hace 32 años».