Mitos y complejos

La idea de una Cataluña eterna se montó sobre los mismos presupuestos con los que lo hizo una España no menos atemporal

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25 feb 2018 / 21:53 h - Actualizado: 25 feb 2018 / 22:23 h.
"La memoria del olvido"
  • Manifestantes independentistas en una de las plazas de Barcelona / Efe
    Manifestantes independentistas en una de las plazas de Barcelona / Efe

De un tiempo a esta parte nos hemos dado cuenta de que, en España, la creencia en la igualdad de todos los ciudadanos era sólo aparente y de que hay mucha gente que se cree superior, simplemente, por habitar en un determinado punto geográfico o, además de la mayoritaria, hablar otra lengua. Hay que decir que, para que ello ocurra, no es necesario tener apellidos que sean reconocidos como autóctonos del territorio en cuestión sino, simplemente, agarrarse a a la convicción de que se ha tenido mucha suerte al acabar siendo de otro mundo aunque a él se llegara por necesidad o por casualidad.

En realidad la idea de una Cataluña eterna se montó sobre los mismos presupuestos con los que, hace siglos, lo hizo una España no menos atemporal o ayer mismo la de una Euzkadi en un proceso mental parecido: todo consistía –siguiendo una mitología inveterada– en convencerse de que alguien debía fregar los platos y ponerse a buscarlo. Eso ha sido algo muy viejo en nuestra Historia; está en los orígenes del mito de la Reconquista. Para los relatos escritos a partir del siglo XIII, habían sido los nobles «hispano-godos» astures o «vetero-andaluces» –o sea, los restos de la antigua población– los que comenzaron a reconquistar el territorio pero, poco a poco, todo aquello fue transformándose al mismo tiempo en una carrera que daba un título: el de nobleza.

Conforme la unión cristiana de reinos hispánicos personificada en los últimos monarcas de la Casa de Austria «avanzaba» hacia la decadencia, ya ni siquiera se buscó convertir a los moros dado que no podían ser cristianos por el mismo hecho de pertenecer a otra raza (inferior). No quedaba otro remedio que expulsarlos y por muchas vueltas que se le de a la «solución final» morisca, no existe otra explicación más convincente que esta.

Sin embargo, una vez expulsados, la cuestión no terminó: los territorios donde habían vivido sus últimos siglos podían ya no albergar a ninguno pero no eran seguros en lo que a la limpieza de la sangre de sus habitantes se trataba y de esta manera, el escenario extremeño-bético-murciano de la Reconquista fue para muchos el lugar donde estaban colocadas las rayas que identificaban y separaban a norteños puros de sureños mestizos, unas rayas que se trazaban aun a costa de producir alianzas que hoy parecen que nunca hubieran podido darse. Ya se ha olvidado que, hasta el XIX, la unión de lo castellano y lo vasco estaba tanto en las leyendas medievales contra el infiel como en los apellidos compuestos de prosapia: Sánchez Barcaiztegui, Martínez de Irujo...

Según donde se hubiera nacido, se pertenecía a un grupo o a otro porque, aunque hubieran desaparecido de las instancias más académicas aquellas genealogías míticas de reyes bíblicos, las bases historiográficas no se renovaron con la hondura que en otros países europeos (no hubo ningún corte revolucionario o, al menos, reformador que lo propiciara). De esa manera la Reconquista fue el hecho central de la Historia de España e, incluso, siguió siendo el de la identidad autonómica.

La Reconquista, además de la misma razón de ser de Castilla, es el origen de Asturias con el episodio de Covadonga, del Condado de Barcelona (o sea, de Cataluña) y de Aragón con el de Roncesvalles, del señorío de Vizcaya (o, lo que es lo mismo, del País Vasco) con un mítico pacto entre su señor y otros reyes para una alianza bélica; el de Navarra está en la ruptura de las cadenas de Miramamolín Las Navas de Tolosa, en la toma de Sevilla por los montañeses está el principio de la región de Cantabria... La Reconquista es, en realidad, la única epopeya de la que se ha vanagloriado tradicionalmente –y se vanagloria, a pesar de todo– España entera.

De modo que es en esa lucha, y sólo en ella, donde antes se asentaba la posibilidad de ser «limpios» tanto colectiva como individualmente (la mítica hidalguía general de todos los vascos no es un principio sino un resultado: como allí no llegó ningún moro ni después se permitió su entrada, nadie de entre los que poseen aquellos linajes puede tener ni una sola gota de su sangre (o sea, el mismo procedimiento de «limpieza» de cualquiera de las hermandades andaluzas). Ahí es también donde radica ahora la tendencia al supremacismo de algunos.

La Reconquista y el complejo de superioridad que se derivó de ella fue lo que impulsó, estructuró y permitió la «identidad» española y la de aquellos territorios cuyos ejércitos acabarían luchando –desde el comienzo del siglo XIII casi hasta el XVI, más la propina de otros 120 años hasta la expulsión de los moriscos– en los del sur penínsular y, especialmente, en el de Andalucía.

En ninguna parte hubo tanta necesidad de avales para que se reconociera una limpieza de sangre, en ningún sitio hubo que realizar tantos esfuerzos para liberarse de tópicos de ineptitud, aunque en ningún lugar de España fueran tan visibles los restos monumentales de un pasado de esplendor.

Por eso, en esta mileneria piel de toro, los complejos infundados de superioridad y las creencias mitológicas en la existencia de puros e impuros no se terminarán y la igualdad real no será posible hasta que se lleve a efecto el consejo que, amistosamente, le daba Blas Infante al galleguista Castelao: romperle la lanza a Santiago Matamoros.