Momento

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28 may 2016 / 20:07 h - Actualizado: 28 may 2016 / 20:11 h.

Entre aquel «nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto» y el muy sevillano «solo hablarán bien de ti cuando hayas muerto», cabe una variadísima graduación de actitudes donde la mayoría demostramos en vida que sí, que vivimos bajo la dictadura del qué dirán. No me fío de quien asegure lo contrario, no le creo. Como mucho admito que no les acompleje o les cercene la libertad de su propio destino. Pero desde el político con cráneo en forma de urna hasta el que se mira al espejo antes de salir, desde el creativo buscando público hasta quienes hemos de reconocer que no somos Crusoes en el mundo. Todos tenemos en el prójimo un termómetro frente a la permanente justificación instalada de nuestros excesos y errores. A más trascendentes sean nuestros hechos, más numeroso será el coro de nuestros críticos –el éxito no se perdona ni falta el puñado de enemigos de cada escalón que subes– pero también, su lado bueno, de nuestros lazarillos. Y espurgando entre sus ecos y sus voces encontraremos señales, semáforos de cruce donde atinar el camino correcto. Parejo a este afán es cómo la vida profundiza tu disidencia del viejo deseo de caer bien a todo el mundo, que todo el mundo hable bien de ti (si es que tiene que hablar, esa es otra), esa condición que solo alcanzan unos pocos genios de filantropía inalcanzable, y bueno, claro, temporalmente los dueños del pesebre rodeados de agradecidos o los camaleones de las relaciones públicas con su verdadera personalidad oculta y aplazada. En cambio uno va sumando las medallas o las amarguras –según se mire– de nuevos contrincantes como precio injusto del ejercicio de tus principios, de tu lucha y de tu bosquejada sinceridad. Por supuesto que tu serás lo mismo para otros. Y que la vida también te va sumando nuevos amigos y fidelidades, y aprecia cuán grandes son las que tienes. Pero te entristece abdicar de no haberle podido –y por qué– dejar una huella de complicidad a todos los que se cruzaron en tu camino. Igual que se va abdicando de todos los sueños y planes que se te quedarán inéditos. No sé, son apuntes de bolsillo sobre obstáculos a la felicidad que conocías de antemano pero que te asaltan con saña cuando ves que al sol de tus días también le afecta la gravedad. Aún queda mucho para su puesta. Pero si de algo se llena la alforja de toda biografía es de futuribles. Lo que pudo haber sido y no fue. Y a más que hayan sido y buenas las cosas que sí fueron, curiosamente son más también las bifurcaciones que no tomaste y por las que ahora sientes una entrañable nostalgia. Eso sí, ninguna te hubiera evitado a aquellos incómodos compañeros de viaje. Solo les hubiera cambiado los nombres. Está bien. Todo está bien. Entre las ramas que tropiezan contra mi ventana, un pájaro que iba a posarse ha seguido sin embargo su vuelo. Recuerdo al poeta en trance similar: «a mí me importa bien poco / que un pájaro en la alamea / se sarte de un arbo a otro». Da igual, prefiero contemplar a mi lado el perfil dormido de mi hija pequeña. No he dicho nada.