Monasterios y conventos de ayer y hoy

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08 jul 2018 / 23:30 h - Actualizado: 08 jul 2018 / 23:30 h.
"La memoria del olvido"

Hace poco mantenía con algunos amigos una conversación intrascendente: versaba sobre la invasión de modismos foráneos basados en eliminar el artículo a nombres que toda la vida se han pronunciado con él, como las Dueñas, en referencia al palacio de ese nombre cuya masa arbórea parece un milagro en el paisaje de tejados que se extiende por el Norte del casco histórico de Sevilla mirado desde lo alto de las Setas. Decíamos que ahora le ha dado a la gente por decir Dueñas, sin el las, como si se tratara de una parada de Metro madrileño, perdiendo el sentido de topónimo.

Fue ahí donde la tertulia giró hacia el tema de la ciudad levítica de antaño, hacia la que el oro de aquel siglo, definido por los metales preciosos llegados de América, atrajo por igual a todas las órdenes mendicantes masculinas nacidas a lo largo de la Edad Media o a las contemplativas de uno y otro sexo empujadas a buscar yacimientos de limosnas y a pintores y escultores de los países europeos para proporcionárselas con las obras que salían de sus pinceles o sus gubias.

De pronto nos dimos cuenta de que en el palacio de los Pineda, donde probablemente se casó Américo Vespucio, y que después llegaría a ser de los Alba, había permanecido el único resto del convento que dio nombre también a la calle: el convento de las Dueñas, de monjas del Císter. Y también que, frontero con él se encontraba el de la Paz, con religiosas de San Agustín.

Un poco más al Este, entre San Marcos y San Román, todavía resiste el del Socorro; al otro lado de aquella iglesia, el de Santa Isabel, también fundado en el quinientos y, en la calle donde Cervantes situó la acción de su novela ejemplar La española inglesa, la maravilla del monasterio de Santa Paula, de la Orden Jerónima.

Podríamos seguir hasta alcanzar el solar de las Trinitarias, en las inmediaciones de la Ronda pero, retrocediendo a las inmediaciones del palacio que nos ha prestado el estribo para cabalgar por estos renglones y toparnos –pared con pared– con la iglesia del Espíritu Santo, el templo del cenobio de la esquina contraria de esa misma calle, de la misma regla que el desaparecido convento de la Paz.

Subiendo hacia San Pedro nos topamos con Santa Inés, que guarda los restos de Doña María Coronel y el pequeño órgano coprotagonista de la leyenda becqueriana de Maese Pérez. Frente a él se encontraba la casa de los Padres Filipenses, donde estudió Blanco White y, más allá, el supermoderno proyecto Metropol Parasol, al que la gente lo llama –y seguramente lo seguirá llamando– las Setas de la Encarnación, tal vez sin saber que ése era el nombre del monasterio femenino de la Encarnación y que, muy cerca, se levantaba al dominico de Regina Angelorum, ése que se opuso a la devoción de la Inmaculada y al que se refieren los versos de Miguel Cid: Aunque lo diga Molina/ y los frailes de Regina/ y su padre provincial/ María fue concebida/ sin pecado original.

La remozada calle (de) Regina nos sirve de nexo con San Juan de la Palma, junto a la que se levantaba otro cenobio monjil de la misma familia (bien o mal avenida) de las sores del Socorro que, además, siempre fueron inmaculacionistas y de allí a Montesión (de nuevo nos encontramos con los dominicos como indican las insignias de la cofradía del Jueves Santo) no hay más de cien pasos.

Este breve paseo de apenas una hora de footing del que podíamos sacar una moderna, tradicional, salutífera y muy recomendable práctica deportiva (enraizada con aggiornamento en las religiosas estaciones que frecuenta la religiosidad sevillana del abad Sánchez Gordillo) podríamos repetirlo en cada una de las cuadrículas del plano de la ciudad; en todas –ya fuera en las cercanas a la Campana, la de las puertas de la Carne, de Carmona, Osario y del Sol, en la de Triana, Goles, San Juan, Arragel... y hasta en la del mismísimo consistorio encontraríamos la misma o parecida densidad conventual.

Sumamos de este modo no sé cuantas áreas o hectáreas que estuvieron ocupadas por edificios pertenecientes a las familias religiosas más diversas que, además, se multiplicaban por un sistema parecido al de la selección de las especies de Darwin: se reformaban a sí mismas una y otra vez, consiguiendo la multiplicación y la perpetuación hasta que dejó de fluir el manantial áureo y argentario proveniente del Nuevo Mundo.

Eso coincidió, en el plano internacional, con la independencia de las colonias españolas de América y, en el nacional, con la necesidad de pagar a Inglaterra los favores que había prestado a nuestras clases más pasivas y rancias para dejar España libre de Napoleón y de las perniciosas ideas de la Revolución francesa. Lo primero trajo el declive –incluso el vaciado total– de la mayoría de los conventos porque nadie daba ya dinero para su sustento y con lo segundo llegó la consecuente venta por parte del Estado de algunos de esos inmuebles. Tanto los que se vendieron como los que no (y, en bastantes casos sus solares), pasaron a cumplir un abanico variopinto de funciones: lo mismo acabaron siendo fábricas (el de San Antonio o la Cartuja) que ayuntamiento (el de San Francisco), casas de vecinos (el de la las Dueñas) que Hotel (el de San Pablo/Hotel Colón). Museo de Bellas Artes (la Merced) o Caja de Reclutas y banderín de enganche de la Legión (el Carmen).

En muchos casos se criticó todo aquello pero –la verdad– es que, después de todo, de problemas pasaron a oportunidades. Es hoy cuando Sevilla no acaba de encontrar fórmulas para todos aquellos que se quedaron o van quedando desiertos y ruinosos sin necesidad de ningún Mendizábal desamortizador.