Morir por amor

Matilde rezaba poniéndole a Dios el rostro del Cristo de la Buena Muerte que abre los brazos en la Universidad. Ella también ha dejado una última lección

12 nov 2016 / 21:00 h - Actualizado: 12 nov 2016 / 21:25 h.
"Incendios"
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Los ojos de Esperanza –qué nombre más sevillano– habían visto pasar un siglo por delante de unas cuencas ahora arrugadas que ya acunaban ceguera y hermosura. Matilde, su hija octogenaria, madre de cofrades, gozaba del deber cumplido y asistía con amor incondicional a esa mujer a la que aún parecía estar unida por el cordón umbilical de la fidelidad sin medida. No hay amor más verdadero que aquel que fluye del mismo torrente, cierto y sincero, de la sangre heredada y del regalo de la fe. Matilde rezaba poniéndole a Dios el rostro del Cristo de la Buena Muerte que abre los brazos en la Universidad.

Esperanza y Matilde buscaron su viaje al cielo cuando supieron que el Señor del Gran Poder ya estaba en su casa, en el lugar aquel del beso en el talón y del último asidero. Se marcharon juntas porque juntas habían estado siempre, hasta para morirse en la calle de la Virgen de la Antigua.

Cuentan que Matilde luchó por salvar la vida de su madre, de la mujer que le había dado esa misma vida que ahora se les marchaba en un terrible incendio. Salió un momento del domicilio, alertó de la urgencia y regresó al lugar del peligro extremo, consciente de que se escapaban los segundos vitales que su madre necesitaba. Sabía que allí, detrás del humo, dormía la mujer que la había parido. No dudó un instante, Eran mayores, veteranas en la fe y posiblemente Matilde llegó a pensar que todo terminaba. Pero era su madre. Y no dudó en dar la vida por ella. Se dejó clavar en la cruz, como su Cristo del Martes Santo, para morir por amor.

Tú me has dado la vida y yo la daré por ti. Con ese pensamiento grabado en el corazón y con las fuerzas que le quedaban, echó mano de todo su valor que a esa hora descansaba en los cimientos del amor y se adentró en la muerte terrenal, buscando un último beso, un abrazo final que sellara para siempre la hermosa historia de una madre y una hija. Juntas, las dos, en torno a lo bueno y también cerca del dolor.

Cuentan que Matilde pudo salvarse de haberse quedado fuera del domicilio, pero el amor le obligó a cruzar el umbral de una puerta que le separaba de su leche primera, de sus primeros besos y de aquellas confidencias que siempre quedarán entre ellas.

Apostó por el amor. Ella supo leer lo que el Señor del Gran Poder le había pedido a sus hijos horas antes. Lo mismo que pide a gritos el Señor de la Buena Muerte cada día que amanece. Seguramente pensó en la ternura exquisita de la Esperanza Macarena. Y la madre de los hermanos Del Rey Tirado decidió dictar, a sus hijos, una última lección. Morir por amor.