La riqueza en España se sigue polarizando. En estos 10 años de crisis solo los más ricos han incrementado su fortuna, un 5,5 por ciento, mientras que las deudas siguen ahogando a los hogares más pobres, muchos de ellos abocados a la insolvencia económica y al riesgo de exclusión social.
Existen muchos informes que así lo acreditan. Uno de los más recientes el Informe Económico de la OCDE sobre España 2017, organismo nada sospechoso de beneficiar a la mayoría social, concluye que España es el país donde más ha crecido la desigualdad de entre los miembros de la OCDE, solo por detrás de Bulgaria. En su informe advierte que «la pobreza es particularmente pronunciada en los hogares cuyos miembros están en el paro y de manera especial entre los que tienen hijos. Esto se ve reflejado en la elevada tasa de pobreza infantil de 23,4 por ciento, superior al promedio OCDE de 13,3 por ciento. Por otra parte, los altos niveles de desigualdad siguen estando por encima de los niveles pre-crisis. Esto en buena medida se debe a los bajos salarios de las personas con menores ingresos, cuya brecha salarial respecto de los salarios medios es una de las mayores entre los países OCDE. Estos son retos urgentes, no sólo por una cuestión de justicia y equidad, sino porque la estabilidad misma del pacto social está de por medio. Es fundamental garantizar que los beneficios del crecimiento económico lleguen a todos».
Y es que eso mismo también lo dice el BCE y el FMI: «el mayor riesgo de la economía está en la baja retribución de los trabajadores, que no se está recuperando ni con la mejora de la economía. Lo que más beneficiaría a las empresas y a la economía es subir los sueldos».
Igualmente la ministra de Empleo, Fátima Báñez, en julio de este año insistió en que se debe trasladar y plasmar en el bolsillo de los ciudadanos esa recuperación, con un aumento de retribuciones y una mejora del poder adquisitivo, pero claro, a la misma vez también daba mensajes contradictorios «esa subida de salarios debía ser compatible con la ganancia de competitividad, ya que estaba en juego seguir creando 500.000 empleos al año».
Cuando un Gobierno no predica con el ejemplo es difícil que surtan efecto sus declaraciones, porque la cerrazón a la hora de devolver derechos a los empleados y empleadas públicas en el 2018, entre ellos el salario, es algo difícilmente justificable, y desde luego nada entendible.
En Andalucía ésta situación es mucho peor que en el conjunto de España donde, con una evolución de los salarios menos negativa, podrían cerrar 2017 con una subida del 1,9 por ciento respecto a 2009 y un descenso del 8,4 por ciento en términos reales, o de poder adquisitivo –si descontamos el IPC–. Mientras en Andalucía esa merma alcanza el 11,3 por ciento.
Los márgenes empresariales de las compañías, a veces insultantes, deberían ir a los sueldos y a la necesaria inversión en tecnología, porque esa es cuestión necesaria para su supervivencia. Lo que ha pasado durante estos años de crisis con nuestra clase empresarial da muestra de la poca altura de miras y visión de futuro que tienen.
El empresariado ha utilizado las dos reformas laborales como arma para forzar rebajas salariales en los centros de trabajo, pero todas las estadísticas muestran que la política de recortes mostró sus peores consecuencias tras la aprobación de la reforma laboral del 2012. De hecho, la arquitectura que diseñó el gobierno del PP para la citada reforma laboral –sin duda, siguiendo los dictados empresariales–, ha resultado extremadamente útil para esa devaluación salarial, porque ha permitido facilitar descuelgues de los convenios sectoriales, que el convenio sectorial no fuese la referencia y que proliferaran los convenios de empresa que degradaban las condiciones laborales establecidas en el sector (alrededor de 200 nuevos convenios de empresa al año). Por si todo eso no fuese suficiente, la reforma permitía modificar sustancialmente las condiciones laborales sin ningún control, eliminando mejoras conseguidas a base de lucha y esfuerzos de la clase trabajadora.
Ese debilitamiento de la negociación colectiva –proceso primario donde disputamos esos beneficios empresariales– lo ha aprovechado nuestra clase empresarial al máximo, haciendo valer su posición de bloqueo y cerrazón en numerosos convenios colectivos, fijando incrementos salariales pactados que a día de hoy ni siquiera superan el uno por ciento en muchas provincias andaluzas, suponiendo un exiguo 1,1 por ciento a nivel andaluz, por debajo incluso de los niveles estatales.
Pactar estos incrementos depende de la parte empresarial y también de la sindical, pero no hay duda de que quien tiene la sartén por el mango determina con más fuerza lo que se acuerde y esta reforma laboral se ha encargado de inclinar la balanza de manera determinante a favor del empresariado.
Los salarios tienen que subir urgentemente por múltiples razones: porque la productividad de las personas trabajadoras y la economía de las empresas mejoraría notablemente; porque las familias ganarían capacidad de compra y con ello se impulsaría el crecimiento de la economía; esto implicaría la necesidad de generar empleo y de invertir en la modernización de las empresas, incrementando su base tecnológica; y con todo ello se conseguiría mejorar los ingresos de la Seguridad Social, que permitiría implantar una necesaria Renta Mínima y aportaría tranquilidad a nuestras y nuestros mayores, que a la vez ganarían en poder adquisitivo. Sin duda, las consecuencias más significativas serían la reducción de los alarmantes niveles de desigualdad y pobreza que tiene España, y en concreto Andalucía.
Esta es la dinámica que necesita Andalucía, empezando con que los trabajadores y las trabajadoras exijamos en nuestro ámbito esa necesaria subida salarial. Pero sobre todo es necesario que el empresariado sea capaz de analizar esta realidad, más allá de «el mes que viene» y que apuesten por proyectos empresariales de futuro, modernos y fuertes. ~