«No me toques los costaos»

03 dic 2016 / 23:10 h - Actualizado: 03 dic 2016 / 23:38 h.
"Toros","Curro Romero"
  • «No me toques los costaos»

No se dice «olor de romero». El pueblo dice «aroma de romero». ¿Por qué? Yo estoy convencido. Es por Curro, por el Faraón, por la fragancia natural que deja cuando torea, cuando habla, cuando camina incluso. Por cómo vive y cómo siente. A él le pertenece el aroma de las cosas grandes, distintas, majestuosas, filosóficas y trascendentales de la vida ordinaria. Curro hace grande lo pequeño. Cada gesto. Su sonrisa es media verónica, por ejemplo. Su manera de caminar se asemeja al compás cofrade de aires flamencos. Pero flamencos templados, casi lentos. Como las caricias de verdad.

Lo que tiene Curro es que nada en él es mentira. No sabe engañar ni quiere. No decir la verdad es cosa de hombres cobardes. Y Romero es un valiente. Un valiente y sincero ser humano, diferente por original. Entre misterioso y llano. Genial.

Sucedió hace unos días en un acto organizado por el Ateneo de Sevilla en el que moderé las intervenciones de Romero, Espartaco y Dávila Miura. Cuando me dirigí al Faraón me sentí en la obligación de hablarle de mi padre, un seguidor de Romero en el cielo, y de lo mucho que al hombre que me inyectó mi confesión currista le hubiera gustado siquiera tocar su mano, la de Curro, como yo estaba haciendo en ese momento. Apenas un metro me separaba de mi ídolo cuando observé el brillo en sus ojos. Pensé que por una vez era él quien sentía desbordada la emoción mientras yo toreaba. Por una vez en la vida era yo quien emocionaba al genio que tantas cosas me hace sentir.

Entonces noté que estaba a punto de abrir la boca para decir algo, pero lo diría como dice las cosas Curro. Casi para los adentros, con la intención de que solamente mis oídos percibieran la sentencia. Entonces me acerqué y escuché cómo me decía muy bajito: «No me toques los costaos». Era su manera de decirme que aquella historia de sentimiento currista de mi padre le estaba emocionando en demasía. Que yo debía terminar la faena. Sus ojos andaban al borde del precipicio. Y me fui a por la espada. Lo hice por él. Por ese respeto tan grande que le tengo. Pero me hubiera encantado que rompiera a llorar con mis palabras, como yo he llorado y aún lloro tantas veces con su capote y con su muleta. Por supuesto cumplí su orden. A un faraón no se le puede llevar la contraria. Con esa media sonrisa, flamenca y todavía joven, Curro me agradeció que me fuera a las tablas a terminar aquella faena.

Acaba de cumplir 83 años y da gloria verlo. Está fuerte y le siento feliz. Es el culpable de que en mi tierra no se diga olor, sino aroma. Y todo el mundo conoce esa fragancia. Y yo, que conozco a mi corazón, sé cuanto quiero a Curro Romero.