No te hagas el alemán y baila, miarma

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14 abr 2018 / 22:00 h - Actualizado: 14 abr 2018 / 22:00 h.

Libertad de circulación de servicios, capitales, bienes y trabajadores, en esto consiste el mercado único de la Unión Europea, en poner fin a un territorio antaño pleno de fronteras y aranceles, causas a su vez de muchos desencuentros terribles, para alumbrar un espacio común económico de libertad. Con mayor o menor fortuna Europa ha ido funcionando durante pacíficas décadas, con avances y retrocesos razonables o cuando menos explicables. Europa es y será siempre un mar de dudas legítimas, de mareas imposibles de predecir, que lo mismo nos llegan suaves y tranquilas, como las de los días de Erasmus, que nos alcanzan con devastadora fuerza, como cuando desde Bruselas se pone límite al gasto social. Aceptar Europa en su complejidad es ejercicio difícil, sobre todo porque frente a ella siempre aparecen como refugio los viejos Estados. Los británicos dentro de su concha, ahí los tienen, a ver cómo les va.

Europa no ha dejado de crecer, pese a todo. Ahora somos espacio de libertad, seguridad y justicia. Un vasto territorio de seguridad y libertad a través del derecho. Porque Europa es comunidad política de derecho, añadiría que de derechos, un síntoma inequívoco de civilización, además de un principio estructurador del poder y de su legitimación democrática, así debería ser. Para que circulen libremente las sentencias de los tribunales nacionales por encima de fronteras que antes añadían trabas o lo impedían absolutamente, para que los sistemas judiciales puedan cooperar entre sí, se crea un espacio de reconocimiento mutuo que envuelve a los diferentes ordenamientos jurídicos que se integran en la Unión. Pero no de forma artificial, sino sobre el sólido fundamento de la confianza mutua, es decir, desde el convencimiento de que por encima de las especificidades nacionales prevalece la conciencia de estar compartiendo, con otra veintena larga de Estados, una misma matriz de valores y principios. No se trata pues de armonizar, sino justamente de aceptar e integrar como parte de este sistema común unas diferencias nacionales que nunca serán de tanta entidad como para impedir que la justicia circule y se haga efectiva.

Si el juez español ordena detener a un presunto delincuente por determinados delitos, el juez alemán debe entregarlo, como regla general. Negarse a hacerlo o condicionar su entrega erosiona la consistencia del frágil pilar de la confianza mutua. Sin embargo, dependerá también de cómo se justifiquen esas trabas, aunque no parece que el caso por todos conocidos sea un dechado de cuidado y pulcritud, máxime cuando el tribunal alemán tuvo en su mano pedir auxilio del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y lo desechó.

El juez alemán no fue juez europeo, valga el oxímoron. Un malaje, que diría el otro, como pa’ invitarlo a la feria.