Este otoño de libro nos vuelve a conducir al abrigo tibio de las imágenes; a todo lo que representan; al recuerdo entrañable de los que un día les rezaron... Con los cirios rojos que arden en los venerables altares de ánimas se recupera la intimidad de las cofradías. La reflexión viene ahí: el mundillo de las hermandades se ha sumido en una carrera frenética de actividades, salidas y cultos extraordinarios que empieza a impedir gozar de lo cotidiano, de la habitual vida doméstica que se pulverizada por tantos y tantos eventos fuera de programa que, ésa es la verdad, cada vez tienen menor poder de convocatoria. Hay que dejar aparte, eso sí, esas grandes devociones que arrastran por igual a devotos y a al público consumidor de cofradías. Ahí no se adivina ni el techo, creándose un nuevo nicho turístico que aún no ha sido valorado y dimensionado cómo merece.
Las hermandades, quién lo duda, son entidades vivas que han sabido adaptarse a los tiempos, atendiendo necesidades sociales y hasta de ocio que hace muy pocas décadas parecían impensables. Esos pilares seculares que basaban la acción de nuestras corporaciones en torno al culto, la caridad y la formación se antojan demasiado cortos para todo lo que hoy se abarca, desde la animación de la juventud hasta la atención y cuidado de los hermanos más veteranos.
Esos fines, metas, todos esos retos, posiblemente necesitan de la recuperación de una introversión de las cofradías. A lo mejor ha llegado el momento de mirar más hacia adentro, dejando el escaparate y la decadente inflación de actos y salidas para ocasiones realmente memorables. Las hermandades, al final, sólo son sus hermanos.