Nos hemos perdido el respeto. Vivimos en permanente crispación. El que es bueno siempre encuentra alguien que lo señale como malo. El que es pésimo se reconforta entre su grupo de fieles. Todo o nada, la vida se ha vuelto de un blanco y negro en la que los tibios prefieren callar. Si un demente causa una matanza en un colegio, habrá quien proponga que para solucionarlo nada mejor que dar armas a los maestros. Demasiada tensión y mucha violencia con la cancerígena corrupción como telón de fondo, un paisaje muy poco halagüeño para pensar que las cosas puedan recuperar algo de estabilidad emocional. Frecuento a gente a la que le va muy bien, y me gustaría alegrarme, pero no lo logro del todo. Algo tan sencillo como irle bien a alguien es motivo de sospecha para los que se encuentran en la situación contraria, aunque hubo una vez en que también a estos les fue de maravilla. Los puentes sociales se han roto en una medida preocupante. No obstante, para no dejar de vernos y mantener cierta falsa cordialidad estamos dispuestos a darnos veladas explicaciones, insinceras todas. En el fondo somos unos románticos y para seguir jugando al mus hacen falta cuatro.
La ayuda desde arriba para reconstruir las fracturas no cae como maná del cielo, ni tan siquiera a cuentagotas. Vivimos una pertinaz sequía. Colau decide no recibir al Rey y de su decisión hace causa, la proclama a los cuatro vientos. ¡Qué gran gesto, qué valentía! Convivir se hace cada día más y más irrespirable. Si una alcaldesa de una gran ciudad puede no recibir al Jefe de Estado de su país, habrá quien piense que hay barra libre para los desaires públicos urbi et orbi. Todo da igual, nada es mejor, el nihilismo crece como enredadera pegajosa. Los más optimistas afirman que este desencanto es pasajero, que las cosas volverán a su ser en cuanto acabe la más cara y larga campaña electoral vivida desde que somos democracia. Pero nos sucedió algo grave, Mariano sintió el agua de la Rivera en sus tobillos y el frío como escarcha le alcanzó la lengua. Cataluña es el segundo plano de una batalla por un punto más en las encuestas, arriba o abajo. Alguien al parecer ha dejado escrito que el desencuentro que conduce al desgobierno es un valor en alza.
Se hablan mal, nos hablamos mal, cuando lo que necesitamos imperiosamente es hablarnos bien, civilizadamente, con respeto. Lo contrario conduce a la censura, a ese no querer ni escucharnos de modo ejecutivo. Hablan ahora de reformar la ley electoral para hacerla más proporcional, es decir, para que más voces puedan incorporarse al debate público. Empeño loable si los mimbres fuesen buenos. ¿Pero para qué más voces donde nadie se escucha? Porque no quiero ni pensar que el problema sea que nadie tiene nada interesante que decir.