Viéndolas venir

Notre Dame de las vanidades

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Álvaro Romero @aromerobernal1
17 abr 2019 / 10:17 h - Actualizado: 17 abr 2019 / 10:21 h.
"Viéndolas venir"
  • Notre Dame de las vanidades

En el contexto de las industrias culturales de nuestra postmodernidad, las desgracias son siempre hitos más significativos que las efemérides. Para la catedral de Notre Dame de París, sobre la que no solo Donald Trump, sino un batallón de arquitectos, ingenieros y bomberos han dictaminado lo que habría que hacer con su fuego desde los expertos sofás de sus casas, ninguna efeméride centenaria hubiera podido subrayar lo que este accidente, que ha avivado al personal a buscar en su baúl de los recuerdos recientes para sacar los cromos que testifican lo único trascendente, que sí, que yo, que nosotros, estuvimos allí, con nuestra uve de victoria de la nada haciéndonos el selfi del siglo frente al rosetón, delante de las dos torres del Jorobado, en plena Isla de Francia con el pase para el barquito del Sena en el bolsillo...

Tampoco ninguna efeméride, claro, ni ningún otro motivo menor, o más invisible, hubiera animado a los ricos de turno a donar millones de euros en una feria de las vanidades que despierta las demagogias más profundas: que esos millones servirían para darles de comer a no sé cuántos millones de pobres en el mundo. No. Esos millones no hubieran salido de las cuentas corrientes de sus dueños nunca de no haberse producido una oportunidad global, un escaparate fortuito como este. Para acabar con el hambre en el mundo hay, había, habrá dinero siempre, al margen de esas puntas del inceberg de las riquezas que asoman cuando las desgracias, al margen del Vaticano, al margen de todas las carambolas que se nos ocurran siempre con los muchos dineros ajenos...

La Catedral de Nuestra Señora, dedicada a la Virgen María y sede de la Archidiócesis de la capital de Francia, es también ahora el símbolo de una industria cultural que busca siempre el souvenir más que el conocimiento, que funciona con la ciega sentimentalidad del ignorante turista y no con la del ciudadano cultivado, porque, entre tanto reportaje nostálgico de las fotos junto al Notre Dame en esta era de los selfies, nadie parece subrayar que esa aguja central caída no tiene ochocientos años en una catedral que tardó más de doscientos en terminarse, sino que fue un añadido del siglo XIX, ni que la catedral en sí ha sufrido decenas de modificaciones a lo largo de su rica historia, ni que, con dinero y hoy en día, se pueden hacer cuantas catedrales decidan los que deciden en qué se invierte de veras, pero tal vez en lo que no puedan o no quieran invertir los que podrían es en cultivar de veras a quienes ven sin mirar a través de todas las significaciones artísticas, religiosas, políticas, sociales, económicas que encierran las piedras góticas que quedan. Ese es otro cantar. Y ahí desafinamos.