Han pasado algunos días y los rescoldos ya están fríos. Los principales premios, el recuerdo selectivo del aficionado y el propio eco del toreo –o su memoria- sirven para trazar la huella de la Feria que se fue. El ciclo ya era noticia –para bien o para mal– antes de esbozar sus carteles. Pero eso es algo que le fuimos contando en su momento con pelos y señales. El caso es que, más allá de la dinámica del espectáculo o de los vericuetos de la política taurina hay que constatar un hecho que trasciende al paisaje de la propia ciudad: el cambio del mapa humano de la plaza de la Maestranza se ha consumado. ¿Irremediable? ¿Irreversible? ¿Distinto? Apunten dos y combínelos como deseen. El pulso de los tendidos baratilleros late de forma radicalmente distinta en menos de una década. Quizá no haya que ir tan lejos: un corto lustro podría marcar el punto de inflexión para certificar el derrumbe del abono pero sobre todo para ir anotando, una a una, la desaparición de esas caras que, invariablemente, después de ocupar el mismo lugar que llenaron sus padres y sus abuelos se saludaban el domingo de Resurrección y se despedían en San Miguel. Se habla de la rebelión de los toreros indignados; de los estragos de la crisis económica... pero la sangría comenzó antes y algunas huidas sólo necesitaban una excusa recurrente. Muchos abonos y localidades se perpetuaban en las familias –muchas veces gracias al peculio del patriarca o matriarca de turno– como la matrícula en determinado club; las sillas o los palcos de Semana Santa y las cuotas de las cofradías. El toro ha sido el primer gasto en caer en muchas de esas listas de pasivos que marcan el guión de una determinada manera de vivir según Sevilla. Recuperar ese terreno se antoja complicado.
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