Olvido de la reforma

El V Centenario de la Reforma Protestante termina sin recordar a quienes intentaron prender en estas tierras aquel maremoto de importancia histórica

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14 oct 2017 / 23:20 h - Actualizado: 14 oct 2017 / 23:20 h.
"La memoria del olvido"
  • El monasterio de San Isidoro del Campo fue especialmente activo. / Jesús Barrera
    El monasterio de San Isidoro del Campo fue especialmente activo. / Jesús Barrera

Como si todo aquello no hubiera tenido importancia o como si tuviera nada que ver con esto, el V Centenario de la Reforma Protestante está terminando sin que aquí nadie haya movido un dedo para recordar a los hombres y mujeres que intentaron hacer prender en estas tierras aquel maremoto de tanta importancia histórica ni tampoco para alumbrar la visión de aquella Sevilla floreciente que ahí comenzó a acercarse a la decadencia cuando el movimiento evangélico fue yugulado sin misericordia.

Porque aquella Sevilla fue la que terminó la catedral levantando la Capilla Real, la que edificó el ayuntamiento como la casa del Senado y el Pueblo, la que abrió a las artes y al intelecto el patio de la Casa de Pilatos, la que trajo de Génova los sepulcros de los Ribera, la que plantó extramuros la desmedida mole del Hospital de las Cinco Llagas, la que hizo surgir el agua de la Fuente del Rey y la que, en fin, añadió a la torre de la antigua mezquita los cuerpos arquitectónicos de Hernán Ruiz coronados por la Giralda Victoriosa que pregonaba los vientos.

Todo esto en una sociedad abierta y tolerante fue lo que trajeron las primeras décadas del siglo XVI con personajes de la talla de Hernando Colón, Américo Vespucio, Juan de Mal Lara, Juan de la Encina, Luis de Peraza, Nicolás Monardes, Arias Montano, Juan Gil Egidio, Constantino de la Fuente...

Se hacían preguntas sobre el origen de todo y sobre el desarrollo de todas las cosas sin tapujos y sin prejuicios y ese afán de saber brotaba en los círculos más diversos.

Por eso, cuando se desató el movimiento reformador de la teoría y de las prácticas eclesiales que, basándose en los escritos bíblicos y, sobre todo, en los de San Pablo, encabezaron Marín Lutero, Melanchton, Zuinglio, Calvino y otros pensadores encontró en Sevilla un eco inmediato sin que el campo católico y el de los rebeldes a Roma se delimitaran claramente entonces y, ahora, aun no sepamos quién había llegado a esas conclusiones por sus propias reflexiones y quien por las de Lutero o si, además de ir contra la venta de indulgencias, también se iba contra las leyes de limpieza de sangre.

La única obra sobre todo aquello sigue siendo las abundantes páginas que le dedicó Marcelino Menéndez y Pelayo en su enciclopédica Historia de los heterodoxos españoles. Allí, aunque fuera para criticarlos acerbamente, el polígrafo montañés ofrece la visión de un que fue muy amplio y abarcó a sectores sociales muy diversos, desde personas con título de nobleza a monjes, pasando por comerciantes, artesanos, canónigos del cabildo catedralicio...

El foco del monasterio jerónimo de San Isidoro del Campo fue particularmente activo; a él pertenecían dos personajes que desempeñaron papeles muy importantes: Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina, de Fregenal de la Sierra y Montemolín, respectivamente pero formados en la Universidad de Sevilla. Ambos traducirían la Biblia al castellano, una empresa que, en aquellos momentos, se llevaba también a cabo con el alemán, el inglés y el francés promovida en cada uno de esos territorios por monarcas o grandes señores.

Esa traducción a las lenguas vulgares fue una tarea de importancia civilizatoria por dos razones en las que las esferas religiosa y cultural se mezclan: primero porque, puestos los textos sagrados en idiomas comprensibles por la generalidad, la palabra de Dios podía llegar directamente a cada cual y, segundo, porque abrir esa posibilidad significaba crear un potentísimo incentivo a la lectura y ello llevó, por un lado, a que gentes de toda condición aprendieran a leer y, por otro, a levantar una gran industria en los países donde la Biblia pasó a ser el libro que estaba en todas las casas.

En España no se permitió ni la traducción y, ni siquiera, la importación del Antiguo y el Nuevo Testamento: a partir de la muerte del Emperador Carlos –poco después de la segunda mitad del Quinientos– el cargamento de cada barco que, procedente de los Países Bajos, llegaba al puerto de Sevilla fue meticulosamente examinado. De Valera y de Reina hubieron de huir para evitar la prisión y, seguramente, el suplicio.

El efecto mariposa es tan real como la Historia misma. Si sacar literalmente por una ventana de Praga en 1618 a dos emisarios imperiales acabó con el predominio de España en Europa, la abdicación en Yuste del Emperador Carlos en 1518 supuso el inicio de la decadencia de Sevilla.

Comenzaron desde entonces a multiplicarse los autos de fe que, en la mayoría de los casos, ya no tenían a criptojudíos o moriscos como trágicos protagonistas sino a cristianos que, convencidos de serlo, buscaban una espiritualidad más interiorizada. Cuantos de ellos fueron descubiertos acabaron vestidos con un sambenito de diversos colores pero todos compusieron la legión de los reprimidos con mayor dureza: los consumidos por las llamas, aquellos que murieron en las cárceles, los que terminaron en el destierro y quienes, habiendo soportado un castigo menor, sufrieron los rigores del exilio interior. Con los «protestantes» los poderes de una España teocrática y encaminada al rigorismo del barroco no se permitieron la más mínima condescendencia sin caer en la cuenta, como suele suceder en estas coyunturas históricas, que esa pretendida aspiración a la pureza no camina en otra dirección que la del empobrecimiento espiritual y material.

Habría que preguntarse si la prohibición de la traducción de la Biblia al castellano no tuvo nada que ver con los altos índices de analfabetismo que padecimos hasta fechas muy recientes y si el olvido de que aquellas figuras venerables del Renacimiento sevillano no tiene relación con una predisposición inveterada a la intolerancia.