Para cruzar una carretera

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14 dic 2016 / 11:35 h - Actualizado: 14 dic 2016 / 11:38 h.
"Excelencia Literaria"
  • Para cruzar una carretera

Por: María Reyes del Junco, ganadora de la VIII Edición

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Para cruzar una carretera, uno ha de buscar un espacio transitorio libre de pasos de peatones. Puede haberlo, pero si lo que queremos es cruzar una carretera, con todo lo que ello implica, el paso de peatones no debe ser el medio utilizado para cruzar de un lado a otro. Eso sería lo políticamente correcto, lo comúnmente civilizado y razonable en nuestra red de convenciones y pactos implícitos para llevar una vida urbana ordenada e irreprochable.

Cruzar una carretera en los términos bajo los que escribo, es un hecho revolucionario que, aunque modesto, lanza un desafío subrepticio a esta serie de convenciones que, en cierto modo, limitan nuestra capacidad de decidir en qué momento y en qué lugar tiene uno que pasarse al otro lado de la acera, para, por ejemplo, interceptar al que creemos el amor de nuestra vida, que camina a paso ligero y que, de optar por alcanzar el paso de peatones y cruzar la carretera correctamente, continuará sin demora y perderemos de vista, quizás para siempre, antes de que podamos detenerle.

Una vez desdeñado el paso de peatones, hay que poner atención a la existencia de sendas aceras, con sus consiguientes viviendas y locales. De esta manera nos aseguramos de que la carretera es un espacio de tránsito prolífico y nuestra manifestación de rebeldía no cae en saco roto, además de otorgarle al asunto cierto aire teatral, importante para nuestra motivación y amor propio.

Cuando el entorno es el adecuado se ha de proceder, siempre y sólo al principio, con cierta cautela y vacilación, cualidades necesarias para mostrar esa agradable humildad de los seres heroicos, que saben que el respeto moderado ante el peligro es el don de los que nunca mueren. Se han de realizar unos pasitos pequeños, subiendo y bajando el escalón que delimita la acera, dejando un pie en uno y otro lado, viendo pasar a los vehículos con mirada calculadora, concentrada en previsión de la circulación y sus azares, en busca de un hueco momentáneo.

Esta búsqueda puede durar unos segundos, si uno es hábil o intrépido, o puede alargarse hasta un minuto para los más indecisos. Emplear en esta tarea más de un minuto es una inutilidad y una pérdida de tiempo, por lo que uno tendrá que plantearse seriamente el uso del paso de peatones.

Localizado el punto de inflexión donde los vehículos dejarán un momentáneo espacio libre, siempre a merced de la suerte y de una sólida fe en la intuición, uno ha de avanzar con arrojo hacia el lugar exacto en el instante exacto, dejándose llevar por una extraña sensación provocada por la adrenalina, que produce una ralentización temporal subjetiva, de manera que el ambiente se torna algo onírico e incluso poético. Entre el pasar cegador de un coche y otro es normal sentir en las carnes una herida o, incluso, la muerte en potencia. Sin sucumbir al pánico o a la ansiedad, se ha de modular el paso fríamente, en función del pronóstico hecho el segundo anterior, que dependerá de la velocidad a la que va el vehículo amenazante, la distancia que medie entre ambos y la regulación de la velocidad propia.

Pasado con éxito este complejo examen de física de los cuerpos, uno puede, tras sortear sin roce al último vehículo, desacelerar despreocupadamente el paso, subir a la acera sin alardear de la hazaña ni de esta reivindicación revolucionaria, e interceptar, a tiempo, al que cree el amor de su vida.