Paseo por la Triana impura

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01 jul 2018 / 23:30 h - Actualizado: 01 jul 2018 / 23:30 h.
"La memoria del olvido"

Es frecuente escuchar que Triana adolece de falta de un patrimonio histórico-artístico de relevancia y que es mucha la gente que cruza el puente para encontrarse con que del mítico y dorado arrabal queda muy poco por no decir nada. Sin duda Triana tuvo su era de esplendor en el pasado pero también es verdad que, al mismo tiempo que la piqueta terminaba con cuantiosos restos venerables, se levantaban cortinas de humo que impedían ver, oír, tocar, oler y gustar jirones lo mucho que seguía quedando en ese paraíso cerrado para muchos que es el jardín –también abierto para pocos– del patrimonio inmaterial.

Por eso, quien se decida aún a pasear sin prisa por sus calles recoletas o, incluso, por las que dejaron de serlo en la riada especulativa de la década de los sesenta y sepa detenerse ante los mil detalles que las llenan, podrá percibir sin duda muchos ecos del pasado y gozarlos. El arrabal, poblado desde que lo estuvo el Aljarafe puesto que, en realidad, Triana no es otra cosa que su cota cero (eso lo comparte con Coria y por ello existen características que unen los dos enclaves), se estiró hasta ser una ciudad hecha y derecha cuando la Europa comandada por España se encontró sin querer con un continente cuya existencia se desconocía: América.

Si América no hubiera existido, seguramente Triana hubiera continuado siendo un pequeño arrabal. Tal vez, si los Reyes Católicos no hubieran roto las capitulaciones que firmaron en Granada con Boabdil, los alfareros mudéjares de San Pedro no se hubieran encontrado con que los llevaron por las bravas a ser vecinos nuevos de la collación y, de paso, a encontrarse también ellos, por un lado, con un mercado inmenso y, por otro, con la vega y la cuesta de Castilleja con millones de metros cúbicos de un barro inmejorable. Eso y la corriente de artistas y artesanos que la Sevilla americana atraía desde Italia y Flandes hizo que la cerámica trianera, hija de la de cuerda seca andalusí, adoptara nuevos cánones venidos de Delf y de Pisa y llegara a la síntesis que la puso en las tierras de aquende y allende los mares.

Sin embargo Triana fue una potencia en otras dos industrias de las cuales se habla bastante menos que la ceramista: la del hierro y la del jabón.

La primera estuvo en manos de los gitanos, familias gitanas que eran, en el XVI y el XVII, una especie de aristocracia obrera bastante antes de que a Carlos Marx y a Federico Engels se les ocurriera inventarse el nombre. También esas casas nobiliarias nacieron al calor del nuevo continente porque del oficio humilde del que seguían viviendo otros muchos calés en el resto de Andalucía, haciendo o arreglando utensilios domésticos como anafres o peroles, los sevillanos se encontraron con que la Historia los convertía en «empresarios de industrias auxiliares de navegación» de las que la ciudad carecía en la otra orilla del río.

La industria jabonera –no sé por qué– ha quedado oscurecida en la mitificación posterior del barrio aunque fuera la más antigua... si exceptuamos, claro está, la de la pesca, casi cosustancial en la orilla de un río que, en verdad, es una ría por la que hasta hace nada mantenía la ictiofauna que comenzó a estudiar Antonio Machado Núñez, un tema que tampoco se ha divulgado mucho. La última referencia la tenemos en un número de la revista Azotea, también desaparecida, de Coria del Río.

La Almona (esta es la palabra andaluza que designa una fábrica de jabón) existía mucho antes de que las huestes de Fernando III llegaran a Santa Ana pero también alcanzó su cenit en el Siglo de Oro. Mucha gente de la que pasa por la calle Castilla no repara en el majestuoso arco que, junto a la iglesia de la O, abre el horizonte hasta la orilla de enfrente. Era lo que marcaba al acceso a la almona que, durante siglos, fabricó pastillas que llegaban a los tocadores femeninos más soficticados de Europa: las del Jabón Castilla.

Puede que en el Faubourg Saint Honoré el nombre sonara a Burgos o Zamora pero como el Paseo de los Tristes granadino (el camino hacia el cementario) o el pasodoble Suspiros de España (los dulces de una confitería de Cartagena) sólo es una obviedad convertida en metáfora: se llamaban así porque los jabones salían de la calle Castilla.

La decadencia y la necesidad de encontrar historias que encandilaran al público sacaron a flote la polivalencia, pusieron en el panorama vital los corrales de vecinos transformándolos en nostálgicos palacios, hicieron de la calle San Juan (Evangelista) un reducto de desertores y hasta le llevaron la capa magna a falsos obispos armenios como ése del que nos dio noticia Justino Matutes.

La polisemia se hizo carne en un barrio del que se contaba que estaba habitado por gentes de todos los pelajes y condición, al que se intentaba llevar a cuantos venían a Sevilla en busca de sensaciones exóticas.

Pero eso oscurecía la verdad hasta hacer aparecer el envés de las cosas. Hace poco, cuando se hablaba de uno de esos corrales, la Casa Tapón, junto al convento de la Encarnación, muchos se creyeron que el asunto en cuestión se desarrollaba en las Setas sin caer en la cuenta de que la Triana de Oro reprodujo allí (cofradías, conventos, palacios...) cuanto tenía Sevilla.

Ese convento es el de las Mínimas levantado junto a la ermita de la Encarnación en la que se refugiaban los gitanos. Lo apuntó Gerhard Streingress en Sociología del cante flamenco y lo constataba el manuscrito del Bachiller Revoltoso.

Triana es fantástica para quien la pasee. Sólo que hay que partir del lado opuesto del cliché. Hay que salir de la Triana impura.