Pervivencia del Dios íbero

La estelada, la rojigualda y el pendón que ondeó en la plaza del Carmen de Granada son, en realidad, la misma bandera

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21 ene 2018 / 21:03 h - Actualizado: 22 ene 2018 / 08:22 h.
"La memoria del olvido"
  • ‘La rendición de Granada’ por Francisco Pradilla, obra de 1882. / El Correo
    ‘La rendición de Granada’ por Francisco Pradilla, obra de 1882. / El Correo

Al mismo tiempo que asistimos en vivo y en directo al drama –y esperemos que no llegue a tragedia– de la división de Cataluña en dos mitades, vemos cómo quedan restos de otros dramas parecidos vividos hace cientos de años, el de las vicisitudes de los moriscos granadinos que con eso que llaman ceremonia de la Toma aún se resisten a echar el telón.

Independientemente de lo que pensaran los que de verdad entraron en Granada por la puerta de Elvira el día 2 de enero de 1492 –en muchas ocasiones los Reyes Católicos han sido tomados como arquetipo de tiranos aunque cumplieron un papel integrador y fueran artífices de un proceso de modernización–, la celebración actual de aquel acontecimiento se ha convertido en un acto contra una gente, calificada de raza extranjera e impías, e, independientemente de lo que piensen quienes la celebran, en la continuación simbólica de la alianza entre el trono y el altar con la que se perpetuó, a lo largo del siglo XIX, la intransigencia, en el XX la dictadura y, en el XXI, sirve de base paradójica a los planteamientos republicanos catalanistas.

Porque de aquellos viejos enfrentamientos no nacieron únicamente fronteras territoriales; también otras espirituales con poderes supremos protectores fuertemente arraigados en el sentimiento. Si los pueblos de Centroeuropa, creyentes todos en la misma versión de Dios hasta la aparición del protestantismo, se adjudicaron sin excepción la protección de algún intermediario celestial –Francia lo tuvo en San Miguel, consejero de Juana de Arco, los ingleses en San Jorge, Venecia fue protegida por San Marcos, los checos, polacos y daneses a reyes propios subidos a los altares?–, en España la lucha por la posesión del territorio se dará, principalmente, entre dos religiones que, aunque tengan por Ser Supremo a la misma divinidad, sus apologetas harán que parecezca que se trata de dos dioses distintos. La confrontación entre ellos preconizó la creación del Dios de la España eterna y, a la vez, la de otras deidades –también versiones particulares de la misma– en territorios menores como Cataluña o Euzkadi o, incluso, en comarcas o pueblos en busca de un abanderado que llevara inhiesta la bandera de su confrontación con otras comarcas y otros pueblos.

Pero tanto El Dios Ibero de Machado, como todos los demás, tienen la misión de conferir eternidad al país, la comarca o la ciudad de donde, desde la violencia medieval, son símbolos. Todos ellos son un calco del Yahweh Sebahot –el Dios de los ejércitos– de la cosmovisión judía: sobre su imagen se expandió y decayó el imperio español y bajo ella se montaron tanto el bucle melancólico vasco, las creencias nacionales que Oriol Junqueras esgrimió en su defesa ante los jueces, las de cuantos, en el resto de España y emulando a Aníbal, han jurado odio eterno a los independentistas o las diatribas entre dos aldeas separadas por una raya imaginaria.

Cada una de estas religiones tiene sus liturgias particulares. Aparentemente, la toma de Granada simboliza la conmemoración de la unidad de España pero no es así. En realidad, afirma la unidad de la sociedad española –incluida la parte de ella que se siente distinta– en torno a una determinada religión. La entrada de los Reyes Católicos en la ciudad gracias a unas capitulaciones, o sea, a un simple pacto, tuvo lugar el 2 de enero de 1492, cuando todavía no pertenecían a los dominios de Fernando e Isabel ni las Islas Canarias al completo ni Navarra y, en cambio, sí lo eran la Cerdaña y el Languedoc franceses; la conformación de la España actual fue un proceso lento y largo que no terminó hasta mucho después.

La ceremonia del consistorio granadino no conmemora siquiera el paso de una ciudad de un bando a otro o su adscripción a la corona de Castilla, lo que, a lo mejor, podría ser hasta lógico; es un quiste del nacional-catolicismo que se consagró en la regencia del cardenal Cisneros y que duró en todo su esplendor hasta los años de la Dictadura de Franco, caminando unas veces por caminos derechos y otros por retorcidas veredas.

Por eso, cuando se completó el paso del territorio sureño peninsular a los dominios de las coronas de Castilla y de Aragón, o sea, cuando ya no hubo más tierra que reconquistar, la base teórica que había servido para la apropiación material de unos territorios se convirtió en un concepto que servía para distinguir a unas gentes de otras.

El drama, la expulsión de los moriscos, con el que concluye definitivamente la era de convivencia en el mismo suelo de dos sociedades, no fue únicamente un drama para cientos de miles de personas de Aragón, Cataluña, Valencia y Andalucía ni solo una herida para la economía de los dos reinos sobre los que crecía España y de la que no acabarían sanando; significó sobre todo la constatación del abismo que puede abrir la alianza entre un poder político y otro religioso para mantenerse indefinidamente.

A aquellas personas no se les permitió ya ser cristianos españoles o españoles cristianos: solo podían serlo quienes lograban demostrar, mediante documentos verdaderos o falsos, pertenecer a una raza y a una comunidad gentilicia de determinados apellidos: el de los cristianos viejos tenía poder para transmitir hidalguía, lo que ahora llamaríamos ciudadanía. No existía, por tanto, mucha distancia mental de lo que sucedía en el campo islámico donde la nobleza la confería la pertenencia al pueblo árabe y, mejor, a una tribu relacionada con el profeta Mahoma.

La bandera estelada de los balcones de Cataluña, la rojigualda en los del resto de España y el pendón que se ondeó hace poco más de veinte días en la plaza del Carmen de Granada son, en realidad, la misma bandera.

¡Oh dueño de fortuna y de pobreza/ ventura y malandanza/ que al rico das favores y pereza/ y al pobre su fatiga y su esperanza...

¡Señor, hoy paternal, ayer cruento,/ con doble faz de amor y de venganza,/ a ti, en un dado de tahúr al viento/ va mi oración, blasfemia y alabanza!

Antonio Machado.- El Dios Ibero.