Petaladitis

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17 feb 2018 / 09:10 h - Actualizado: 17 feb 2018 / 09:11 h.
"Pareja de escoltas"

En un mundo global donde caen tantas bombas de odio, y no digamos contra la Fe, el hecho de que lluevan poéticas flores, especialmente sobre nuestras Imágenes es un bello ensueño digno de alabanza. Pero todo hartazgo lleva al declive y en esa antesala veo la epidemia actual de petaladas a los pasos, en el filo de lo cursi y del empacho. Aquella feliz ocurrencia de los Alfonseca en O’Donnell, muestra de devoción a la Esperanza, se ha multiplicado en un maná recurrente y previsible. La polémica de un capataz dando paso atrás para evitarla, los ingenios en los techos de palio para evitar su peso y su humedad, la estampa del de la escalera arriba de las perillas desalojando a paletazos la montaña acumulada, la simple visión de esas candelerías, mantos, de esos misterios bautizados por una algarabía colorista: guardabrisas, vestiduras, cabezas, potencias, todo salpicado del confeti floral, emborronando el milimétrico mimo de los floristas y la perfecta arquitectura del conjunto... y si le añado haber visto ya horarios con la programación de las petaladas de cada esquina, convocatorias sociales, cáterings, codazos por la invitación y demás pompa, notorios azulejos que las conmemoran. Ante este amaneramiento progresivo se me antoja que aquel gozo de antaño es hogaño el clamor mundano de un «oh» de fuegos artificiales. Lo insólito es ya lo inevitable. Por eso –y pese a la primera de estas líneas– declino si me invitan: ¿petalada? no, gracias. ~

En un mundo global donde caen tantas bombas de odio, y no digamos contra la Fe, el hecho de que lluevan poéticas flores, especialmente sobre nuestras Imágenes es un bello ensueño digno de alabanza. Pero todo hartazgo lleva al declive y en esa antesala veo la epidemia actual de petaladas a los pasos, en el filo de lo cursi y del empacho. Aquella feliz ocurrencia de los Alfonseca en O’Donnell, muestra de devoción a la Esperanza, se ha multiplicado en un maná recurrente y previsible. La polémica de un capataz dando paso atrás para evitarla, los ingenios en los techos de palio para evitar su peso y su humedad, la estampa del de la escalera arriba de las perillas desalojando a paletazos la montaña acumulada, la simple visión de esas candelerías, mantos, de esos misterios bautizados por una algarabía colorista: guardabrisas, vestiduras, cabezas, potencias, todo salpicado del confeti floral, emborronando el milimétrico mimo de los floristas y la perfecta arquitectura del conjunto... y si le añado haber visto ya horarios con la programación de las petaladas de cada esquina, convocatorias sociales, cáterings, codazos por la invitación y demás pompa, notorios azulejos que las conmemoran. Ante este amaneramiento progresivo se me antoja que aquel gozo de antaño es hogaño el clamor mundano de un «oh» de fuegos artificiales. Lo insólito es ya lo inevitable. Por eso –y pese a la primera de estas líneas– declino si me invitan: ¿petalada? no, gracias.