Todo fue decir aquí el pasado viernes que jamás había estado en el Rocío y que algún año viviría esa experiencia y me llovieron las invitaciones, lo que indica que ya desayuna mucha gente esta tostá. Y me fui el sábado a la aldea a intentar entender esta célebre romería, que no es fácil si no eres rociero de corazón. Me encantó el ambiente, esa es la pura verdad. Y me pegué una fiesta flamenca de veinte horas seguidas en la casa del empresario Juan Badía, el de los jamones que se cortan a compás. Cuando me desperté y me fui a buscar el coche, que lo había dejado en un parking cerca de Portugal, encontré a jóvenes borrachos en sus lindos caballos, cubatas en mano, y eso ya me gustó menos. No creo que vaya a ser nunca rociero de verdad, aunque el próximo año haré el camino con personas que lo son y que esos días se olvidan de casi todo y hacen un arte de la amistad. Me acordé de Gaspar de Utrera, quien la primera vez que fue al Rocío dijo que alicatado sería mucho más cómodo. Pues a mí me encantó eso de ponerme unos botos camperos y pisar la arena, cansado de tanto asfalto.