La noche antes de Reyes, Popá Manué andaba siempre nervioso y daba continuos paseos al corral a la caída de la tarde, cuando el sol teñía de oro viejo las copas de los olivos de Mampela. Llenaba el lebrillo de ramón –varetas de olivo–, porque decía que era lo que más le gustaba a los camellos de sus Majestades de Oriente. Esa noche era el último en acostarse, en clara complicidad con mi madre, que ya había elegido los juguetes de cada uno de nosotros, los tres hermanos. Si quería que los Reyes me trajeran unas pistolas con sus cartucheras y todo, le tenía que pedir una pelota de goma. Entonces no era como en la actualidad, medio siglo más tarde, que los niños eligen los juguetes que quieren, como debe ser, como es lo lógico. Jugaban a la sorpresa, lo que no tenia la maldita gracia. Cuando anochecía y nos íbamos a la cama, enseguida se escuchaba jaleo en el corral y pensábamos que eran los Reyes, pero la pisada de Popá Manué era inconfundible, con su pequeña cojera. Ya por la mañana, con el canto de los gallos y el sol clareando el campo, entraba en la habitación donde dormíamos todos menos él, y sonaba la bomba del recién estrenado año: “¡Hanvenío los Reyes y han traío una muñeca con la cabeza como la de una burra, una camioneta de madera y una pizarra con pizarrines y todo!”. Dábamos un salto en la cama, salimos al corral en calzoncillos, a pesar del frío, y allí estaban los juguetes entre las varetas, tan reales que más que los Reyes parecía que los había puesto Dios en el lebrillo. Popá Manué sonreía, con aquella sonrisa suya que era como una mueca dolorosa, y Pepa dejaba ver alguna lágrima que otra en sus mejillas, seguramente acordándose de mi padre, que había muerto cuatro o cinco años atrás. Lo normal en aquellos años era que los niños de Cuatro Vientos fuéramos al pueblo, a la Plazoleta, para enseñar los juguetes en el malecón de Ricardo, y veía que los nuestros no eran de los mejores. Siempre había algún chiquillo presumiendo de que a él le habían traído una bicicleta, algo extraordinario en aquel tiempo e inalcanzable no solo para nosotros, sino para la mayoría de los niños del pueblo. Y yo me preguntaba qué clase de reyes eran esos que decidían quién podía presumir de bicicleta y quién no, dependiendo de que su padre fuera guardia civil, municipal o sencillo chatarrero. No es que una pizarra con sus pizarrines y todo no fuera un buen juguete, que lo era, como una camioneta de madera o una muñeca con la cabeza como la de una burra. Pero los Reyes de mi tiempo eran cicateros con los niños pobres. Crueles con los mismos de siempre. Pensaba, en mi inocencia, que lo más lógico es que nos trajeran la bicicleta a los niños menos pudientes, porque eran reyes y magos, pero no era así. No recuerdo haber visto en aquellos años una bicicleta en Cuatro Vientos un día de Reyes. Pero a pesar de todo recuerdo con cariño y una gran ternura ese día tan señalado en Palomares, por cómo Popá Manué ponía todo de su parte para que sus tres nietos, que vivían bajo su mismo techo, disfrutaran de unos juguetes que se vendían tan caros el resto del año.