En los malos momentos es cuando realmente se descubre a los amigos, a los verdaderos amigos, incluso a la familia. No sé si alguna vez ha atravesado por una de esas situaciones cruciales en la vida en las que cuando más se necesita a esa mano amiga es cuando menos apoyos se tiene, por convencionalismos sociales, por alineamiento con una postura concreta que creen más correcta que la tomada por usted, por su familiar o su amigo... Sea como fuere siempre queda el apostar por aquello a lo que nos une un vínculo, un vínculo de amistad, familiar o de amor, incondicionalmente.
En los últimos tiempos veo una sociedad deshumanizada que asiste, como si de un espectador se tratara, a lo que pasa a su alrededor donde el pasotismo impera y la falta de sentimientos se convierte en una constante. Veo a personas que no se conmueven ante una madre que pide limosna con su hijo o ante crueles enfermedades o quizás, pasan más desapercibidas, aquellas que afectan al corazón de los que queremos.
Se ha preguntado alguna vez: «¿Soy feliz?», «¿Me gusta la vida que tengo?» Seguramente habrá quien jamás se ha preguntado por ello y es que vivimos en una rutina cuya realidad nos absorbe, vivimos por inercia donde parece que nuestra vida está entera programada más allá de lo que nosotros, como sus protagonistas, queramos hacer. Y es que vivir se ha convertido en una situación de riesgo donde nadie quiere arriesgar y donde ponemos en juego nuestra propia estabilidad, la de los que nos rodean y la felicidad de todos los implicados. Es en este punto donde me planteo algo, viendo todo lo que hay en nuestra sociedad: ¿Por qué apostaría? ¿Arriesgaría lo que tiene por ser feliz o se mantendría en su posición actual por simple estabilidad aunque no sea feliz?
Quizás sean preguntas demasiado trascendentes para una sociedad que se preocupa más de guardar un minuto de silencio o no por una política fallecida o por un líder cubano que ya dejaron el mundo de los vivos.