Se nos está yendo la olla con las celebraciones, pero no solo a los padres que se indignan porque las parroquias les pidan no sé cuánto por que sus hijos hagan la Primera Comunión mientras están dispuestos a tirar la casa por la ventana en una celebración no para los niños sino para el postureo, sino también a esas parroquias que organizan el Corpus con niños, pero como si los niños no existieran. Sin ir más lejos, el pasado domingo asistí abochornado al espectáculo de cómo en una parroquia de pueblo les hacían a los chiquillos que iban a tomar su segunda o su tercera Comunión una eucaristía no en el templo sino en un salón trasero, los sacaban en procesión no por el templo, sino por el postigo, los paseaban por las calles sin ver siquiera la Custodia y los despachaban a medio camino con la excusa barata de que ya hacía mucho calor.
Todo ello por la insana costumbre de confundir los protagonismos, por no dilucidar el sentido de los ritos y por tomarse a los menores de edad no como el futuro que hay que construir con ellos, sino como masa a la que luego se le recrimina que actúe como masa. Estamos acostumbrándonos, peligrosamente, a que en cualquier celebración no se focalice a sus protagonistas sino la ostentación de sus organizadores. Da igual que hablemos del niño en el bautizo, del alumnado en su graduación o del muerto en el entierro. Porque el bautizado no pide más que agua bendita; el graduado exige más formación individual y menos alharaca de su centro; y hasta el muerto aspira exclusivamente a descansar en paz...
Confundir los protagonismos está llevándonos a una confusión muy parecida al vacío cotidiano, a la hipocresía colectiva y a la desactivación de las auténticas alegrías. Y todo eso no afecta solo a los protagonistas, desprovistos de su ratito de gloria verdadera, sino a nuestra mirada desconfiada, resabiada sobre la realidad, a la potencialidad diaria de nuestra felicidad completa, la de todos. Y eso es más grave, aunque nos pase desapercibido.