Teresa de Calcuta, a la que Rajoy, durante la moción de censura, mencionó con ironía en su primera réplica a José Luis Ábalos, secretario de organización del PSOE, se mostraba conmovida cuando visitaba los países del norte de Europa. De toda la pobreza que había visto en el mundo (suficiente como para entregarse a sus sufridos protagonistas sin reservarse nada para sí misma), la peor era la de Suecia, Dinamarca, Finlandia... epicentros del Estado del Bienestar. Aquella pobreza poco tenía que ver con el dinero, ni con los servicios a disposición de los ciudadanos, ni con las oportunidades para prosperar. Era, es, la pobreza de la soledad, un fenómeno desconocido en el océano miserable de los slums de la India, en donde se nace, se ríe, se llora y se muere en la algarabía de los vecinos arracimados en un universo de chabolas.
En España hoy es posible morirse solo sin que nadie se entere. Es más, en España hoy es probable encontrar en algún piso un anciano que se pudre o se momifica y al que nadie echa de menos, ni siquiera sus vecinos de escalera. España, otrora referente en la vitalidad de las corralas, inmenso patio de vecinos donde abundaban los favores, las charlas de portal, los cariños y las envidias, la conversación a la fresca en sillas de enea, la partida de cartas entre la del segundo, la del cuarto, la del bajo... paga el precio de disfrutar de ese modelo nórdico en el que, aunque te conozco, no me importas.
La soledad sorda y muda que empuja a morir solo, sin una mano amiga, sin el bisbiseo de una oración, sin una lágrima de compasión y pena, es también corrupción. Plena y nauseabunda corrupción en la que no media el enriquecimiento ilícito sino la ilicitud deshumanizada del anonimato.