¡Que detengan a ese saetero!

Desvariando

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
27 mar 2015 / 21:46 h - Actualizado: 27 mar 2015 / 23:56 h.
"Pregones","Semana Santa 2015"

Cuando somos niños nos impresiona casi todo. Referente a la saeta, recuerdo que tendría unos siete años cuando escuché la primera. Fue en Palomares del Río y ni siquiera sabía quién la cantó. No era un profesional sino uno de esos espontáneos que en plena calle se ponen delante de un crucificado o de una dolorosa y les cantan con el alma. Mi madre me contó años más tarde que aquella noche, después de escuchar la saeta, se me descompuso el semblante. Que tenía la cara tan pálida como la Virgen de la Estrella. Y desde aquel día siempre tuve en la cabeza que alguna vez le tenía que cantar una saeta a la Estrella o a una imagen cualquiera de Sevilla.

Viviendo ya en la capital andaluza, a mediados de los setenta, se empezó a fraguar la idea de crear una peña flamenca en la Carretera de Su Eminencia, la peña El Chozas, y en ese local canté una tarde una saeta, aunque solo entre amigos, seguramente desinhibido por causa de una rubia de botella. La canté y una señora del barrio ya mayor se acercó a felicitarme y a pedirme que le cantara unas saetas al Cristo de su pueblo, una pequeña localidad de la Sierra Norte de Sevilla. Me negué, claro, porque una cosa era cantar en privado y otra muy distinta subirse a un balcón e interpretar una saeta delante de una imagen. Pero aquella mujer tenía un fuerte poder de convencimiento y acabó llevándome al huerto, y no precisamente al de los Olivos.

Solo faltaban dos semanas para el gran momento y conforme iban pasando los días me iba poniendo malo solo de pensar que tenía que cantar unas saetas en un balcón. Eran sobre todo dolores de tripas y unos sudores fríos, como los del anuncio de la muerte. Cuando llegó el día tenía hasta fiebre, pero había dado mi palabra y me levanté dispuesto a todo. «No eres Centeno, pero verás como sales airoso», me decía a mí mismo para proveerme de coraje. Mi madre me había comprado una chaqueta negra como de viudo doliente y una corbata tan roja como una amapola, como si fuera a casarme. Y me metió en una cajita de cartón dos o tres torrijas y unos cuantos pestiños, «que la miel es buena para la garganta».

Abajo, en la calle, me esperaba la señora con su familia, su marido y sus hijos, que parecía que iban a un velorio: todos de negro borrasca, hasta los niños. La furgoneta se asemejaba a la de una funeraria y ahí me metieron un poco a empellones, porque algo me decía que no debía montarme en ella y me resistí todo lo que pude, sin éxito. Con los nervios, en pleno viaje le metí mano a las torrijas y a los pestiños, con tan mala fortuna que se pelearon entre ellos en mi barriga y tuvimos que parar cinco o seis veces en el trayecto de Sevilla al pueblo donde íbamos. Me miré en el retrovisor de la furgoneta y tenía las ojeras de José María Rodero y más mala cara que un chino con calentura.

La entrada en el pueblo fue espectacular, con un grupo de vecinos corriendo detrás del coche y gritando «¡El saetero! ¡Ha llegao el saetero!». Incluso habían comprometido a la banda de música del pueblo, que más que una banda de música, era algo así como Los Incansables de Torreblanca, pero con uniforme negro. Tocaron Amarguras, claro, una marcha procesional que ni pintada para la situación. No sé si pueden imaginar siquiera al saetero de Arahal criado en Palomares siendo llevado al Ayuntamiento del pueblo por una familia que parecía sacada de una película de Berlanga. Abatido, deshidratado y sin fuerzas ni para andar, llegué a la casa consistorial casi al borde del ataque de nervios. Allí nos recibió el alcalde, que iba también de negro callejón. Menos mal que los concejales iban solo de negro azabache.

La subida al balcón era por una interminable y aprieta escalera de caracol y mientras iba subiendo miraba a ver por dónde podía escaparme de allí. La banda de música seguía tocando Amarguras en la calle, donde la gente se amontonó debajo del balcón para no perderse la ejecución. De la saeta, aclaro. Cuando salí al balcón, sujetado por dos municipales, con las piernas como dos almohadas de plumas de ganso y las tripas rugiendo, giré la cabeza hacia la izquierda y vi que venía Jesús a lo lejos y que lo traían casi corriendo, al trote. «¡Por Dios, que no corran tanto esos malditos cargadores», decía yo muy afligido. Me agarré al frío balcón de hierro pensando en Ícaro y por primera vez en mi vida le pedí algo a un ser superior. Le pedí a Jesús que no se parara cuando llegara a la altura del balcón del Ayuntamiento, que siguiera su camino y me hiciera el favor de su vida. «Si me concedes este deseo, Jesús, seré autónomo lo que me quede de vida», llegué a prometerle.

Cuando lo vi a veinte metros del balcón, con aquellos ojos entornados y toda la pena del mundo en su mirada, apreté los puños y canté mentalmente una saeta para encontrar el tono de voz conveniente:

Que se callen las trompetas,

que no redoblen los tambores,

que está sufriendo en la cruz,

que en la cruz está sufriendo

el más grande de los hombres.

La había compuesto expresamente para aquella noche. Al abrir los ojos comprobé que el paso había pasado de largo y al mirar asombrado a Jesús vi cómo volvió la cara y me guiñó el ojo derecho, ya sin la amargura posada en su rostro. El alcalde, los concejales y la Familia Addams estaban como petrificados y en la calle no quedaba ni un alma, solo un municipal enfurecido que gritaba: «¡Que detengan a ese saetero! ¡Que lo detengan!». No me lo podía creer. Jesús había escuchado mis súplicas. Aunque siempre me quedó la duda de si no se paró al llegar a la altura del balcón porque se compadeció de aquel pobre saetero muerto de miedo, o porque había escuchado la saeta que canté mentalmente antes de que llegara a mi altura y le había gustado, de ahí que me guiñara el ojo y hubiera desaparecido la angustia de su cara.

Jamás he vuelto a cantar una saeta en ninguna parte. Y admiro cada día más a quienes son capaces de hacerlo y, sobre todo, a los que logran que este hermoso y difícil cante andaluz se convierta en una obra de arte musical. Me moriré con la pena de no cantarle una saeta al Cachorro cuando al pisar el puente, camino de la Campana, el sol de Triana se tiñe de atardecer aljarafeño y los festivos albures del río le cantan y le bailan por bulerías.

Silencio para el saetero,

silencio en la madrugada,

que lo pide el Nazareno

con la luz de su mirada.