En los tiempos que precedieron a la Expo compartí paseos e ideas con Santiago Calatrava que, entonces, pasaba largas temporadas en Sevilla y hasta se compró una casa en la vecindad de San Lorenzo que le rehabilitó con eficacia y buen gusto Aurelio del Pozo. Como andaba de aquí para allá constantemente, buscaba los mejores caminos y, una tarde, definió a Málaga como «un gran aeropuerto». Y eso era pero, desde entonces, la Ciudad del Paraíso de Aleixandre ha cambiado mucho: ahora es también una gran puerto y, sobre todo, el enclave cultural de Andalucía. Así es la vida: mientras Sevilla presumía de patrimonio cultural y Málaga, tan sólo, era un punto entre los miles de puntos del turismo de sol y playa, el mundo dio la vuelta.
Eso ha sucedido ya mil veces en la Historia y, en cada una de ellas, la clave estuvo en descubrir la órbita sobre la que era necesario girar y en crear una conciencia colectiva como impulsora del movimiento de traslación. Seguramente, todo ello tenga mucho que ver con la necesidad de buscarse el futuro y, desde luego, con eso que se llama aprovechar la ocasión. A la Sevilla rebosante de cultura tal vez se le regalaron muchas y, por eso, como la cigarra en su fábula, no las aprovechó. Y ahora se encuentra viviendo de las rentas que, como es natural, son cada vez más escasas. Por eso la ciudad en la que vivimos camina dando traspiés y tan sólo consigue dar vueltas sobre sí misma. Por eso, veinticinco años después de la gran ocasión de la Expo, sólo ha logrado convertirse en un inmenso bar y un hotel gigantesco.