Empiezo este artículo no muy convencido de opinar sobre los lamentables sucesos de la Madrugá sevillana, que seguí a través de la radio mientras trabajaba en el ordenador. Enseguida, se hacían eco las redes sociales, como suele ser habitual cada uno diciendo lo que le parecía, unos porque estaban allí y otros porque aprovechan cualquier suceso como este para arremeter contra todo, en este caso la Semana Santa sevillana, de la que me alejé hace mucho tiempo porque no me gustan las romerías, de ahí que tampoco suela ir al Rocío –lo he hecho una sola vez en mi vida, y seguramente no vuelva–, y lleve años sin pisar la Feria. Sevilla es muy pasional para todo. La Madrugá debería ser una peregrinación silenciosa y de respeto a las calles del centro de nuestra ciudad porque esa noche no hay nada que festejar, ya que se supone que el Señor no resucita hasta el domingo. Curiosamente, cuando ya nadie festeja nada y se han ido a las playas a tumbarse en la arena. ¿A qué vienen entonces las mesitas playeras, el alcohol, el negocio verbenero y tanta fiesta en la Madrugá?