¿Qué tenía Palomares del Río?

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
11 may 2018 / 22:30 h - Actualizado: 11 may 2018 / 22:30 h.
"Desvariando"

A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida de no haber muerto mi padre cuando tenía solo treinta meses y hubiera seguido viviendo en Arahal, donde nací hace justamente sesenta años. Su prematuro fallecimiento forzó la emigración de la familia a otro pueblo más pequeño y con menos medios, Palomares del Río, entre San Juan de Aznalfarache y Coria. Cuando nos fuimos a este pueblecito, en concreto a Cuatro Vientos, en la carretera de Almensilla, no había luz eléctrica. ¿Se imaginan ahora sin luz en casa? Se va media hora y no sabes qué hacer, qué cocinar o a dónde ir sin poder planchar una camisa o secarte el pelo después de la ducha. Eso si tienes el termo de bombona y no eléctrico, claro. Puedes calentar una olla de agua, pero es complicado encender la vitrocerámica si se ha ido la luz. Dependemos de la electricidad para todo, hasta para comernos una tostada.

En casa no había televisión, lavadora, hornilla de butano ni cuarto de aseo. Una vez a la semana mi madre calentaba una olla de agua en el anafe y nos daba un lavado en una caldera, de esos que casi perdías el pellejo, con jabón verde y estropajo de esparto, no de aluminio, que ya hubiera sido demasiado. Los de aluminio llegaron más tarde y primero los disfrutaron los señoritos del pueblo. Los demás días de la semana el lavado era con una toalla mojada con la que te espabilabas un poco los ojos y, a veces, si era verano, te lavaban los pies en una palangana para que no mancharas las sábanas o la funda del colchón.

Como no teníamos televisor y en la radio no había programas para niños –me encantaba Matilde, Perico y Periquín–, nos quedábamos en la mesa camilla después de la cena, con la luz de una vela o el perico para que mi abuelo o mi madre nos contaran cuentos o historias de Arahal, de cuando eran jóvenes. Estábamos con los ojos como los de los mochuelos hasta que la copa de cisco se gastaba y el frío nos invitaba a hundirnos en el colchón de borra o de foñico, porque los de lana no los vimos nunca. Lo normal era el de foñico, o sea, de las hojas de la mazorca de maíz. Y a veces de pasto seco, del que quedaba cuando segaban el trigo o la cebada, que si te orinabas de noche tenían que sacar el jergón al sol porque el aire del dormitorio se hacía irrespirable.

A mediados de los sesenta, en Palomares no había cine ni un local donde los niños nos pudiéramos divertir jugando a las máquinas tragaperras o con una cama elástica. Por tanto, para divertirnos teníamos que inventar juegos o construir un patín con una tabla y unos cojinetes. No recuerdo que en los tres o cuatro años que estuve en el colegio de Palomares, el único que había, nos visitaran grupos de música, payasos o personajes conocidos de la radio o la televisión. A veces iba el cura del pueblo, don Amadeo, y otras, algún obispo de Sevilla, gordinflón y con los mofletes muy colorados, que nos hablaba de Dios y de la necesidad de que creyéramos en Él, aunque no lo hubiéramos visto nunca en el pueblo y todo lo bueno se lo diera siempre a los niños de Coria, que tenían cine, salas de juego, campos de fútbol y una barca que te llevaba de una orilla a otra del río mientras veías a los plateados albures saltar como delfines en miniatura.

Cuando llegó a casa el televisor, que le costó a mi madre una fortuna –como que era de doble pantalla–, cambió todo radicalmente y nos volvimos menos comunicativos. Si había una corrida de toros, mi abuelo no estaba para nadie. Mi madre veía las series y la pobre se enamoró de El Santo, como otras tantas mujeres del pueblo. Mi hermano no se perdía un partido del Real Madrid o de la Selección Española. Mi hermana alucinaba con el Locomotoro y a mí me gustaba El túnel del tiempo, protagonizada por dos científicos que viajaban a través del tiempo, Tony y Douglas. Se acabaron las historias de popá Manuel y los cuentos de doña Pepa, como aquel del Tío Macoya, que era genial, sobre un buscavidas de un talento natural increíble.

La televisión nos metió también en casa lo que no habíamos visto ni en sueños, el resto del mundo: las playas, las montañas, la Vuelta Ciclista a España, los combates de boxeo de José Legrá y al Generalísimo en movimiento, al que solo conocíamos de una fotografía suya en blanco y negro que había en el colegio. Y el lujo, esto también nos los metió en casa el Inter de doble pantalla que mi madre compró en Coria, cómo no, un pueblo que era ya entonces para los palomareños tan importante como Sevilla o París de la Francia.

¿Qué tenía Palomares para que a pesar de carecer de casi todo, sintiera el deseo de escribir, de cantar flamenco, de recorrer el mundo o de ser un cinéfilo empedernido? ¿Las huertas, el sol, sus caños de agua cristalina, la fauna y la flora? Creo que cuando escaseamos de casi todo, y en Palomares no había casi nada, valoramos más lo que no tenemos al alcance. Si hay algo por lo que sobresalimos en la infancia es por nuestra capacidad de imaginar y de crearnos un mundo a nuestra medida, a veces demasiado fantástico, como todo lo que tiene que ver con los niños. Sabía tan poco del mundo y de la vida, que Palomares era el paraíso. Tanto me gustaban sus olivos, sus campos, sus huertas y caseríos, que cuando nos vinimos a vivir a la ciudad, a la barriada de Su Eminencia de Sevilla, un barrio duro, de mucha delincuencia y pobreza, aunque de gente trabajadora, echaba mucho de menos lo poco que teníamos en Palomares, en aquella casita de Cuatro Vientos que todavía existe, con su mismo tejado de uralita y todo, y que me gustaría comprar para conservar y que no se pierda nunca lo que quedó de mí y de mi familia en aquellos dos cuartos, el saloncito y el corral.

En la infancia construimos unos cimientos tan fuertes que nos ayudan a durar hasta cien años, en algunos casos. Somos en la adultez lo que empezamos en la niñez y si hoy me gusta escribir, la música y la lectura, es porque de niño sentía la necesidad de contar todo lo que veía y me gustaba, por el canto de los pájaros al amanecer y el ruido del agua de los caños. Estoy convencido de que aquel aprendizaje fue fundamental en la formación de mi personalidad, quizá algo compleja, pero es la mía.