Rafael Gordillo es, fue y será el Real Betis de muchos y para muchos. Habría que preguntárselo a las generaciones enteras a las que ha hecho béticos, desde padres que de niños soñaron con jugar como él a niños que escuchan a sus padres hablarles de la magia de las medias bajadas. Alguien que ha repartido beticismo donde un balón no llega ni por asomo; desde los hospitales hasta las frías salas del juzgado. Habría que preguntarle a sevillistas y béticos, de quienes conserva admiración, así como en todos los ámbitos y por todos los puntos de España, donde sembró, con su cercanía y su generosidad, recogiendo el respeto que merece, el mismo que concedió dentro y fuera del terreno de juego, con su elegancia balompédica de barrio, de botas llenas de ese albero que aún le recuerda de dónde se viene, porque ni él ni su humildad lo olvidarán nunca.
Habría que preguntarle a las calles del Polígono de San Pablo, o a Pedro Buenaventura por qué el tres es el número del Real Betis, quizás porque advirtió aquella tarde que a Rafael le hicieron comulgar con ruedas de molino cambiando su traje verdiblanco por el morado aquello de «que sepan en el Madrid que juegan con diez». Habría que preguntarle al balón cuando rueda por la banda izquierda del Villamarín cuál es el nombre que aparece pespunteado a zancadas, para la eternidad y habría que preguntarle a la tercera barra del escudo del Real Betis Balompié dónde tiene el corazón de Rafael Gordillo, ése que le late al compás del manquepierdístico canto de «Y no pueden con él».