Ahora es más fácil aún, porque todos los botones son digitales, o sea, una suposición, una metáfora, un decir. Pero no hace demasiado tiempo no había mejor rebobinador de las cintas que el boli Bic. Nos parecía que sus finas aristas de bolígrafo doméstico y barato habían sido diseñadas expresamente para los dientecitos de aquellos dos agujeros de la cinta, que eran como dos ojos ultramodernos hacia las músicas que nos abrían la vanguardia de otros mundos del más allá en las siestas del más acá, gracias al pirateo casero que a nadie se le ocurría entonces calificar como delito. Era fácil rebobinar, a mano o a máquina.
Y ahora, insisto, lo sería más, dado que muchas de las relaciones de amistad se generan virtualmente. En cualquier caso, he comenzado esta columna acordándome de una práctica vintage para que me sirviera de prólogo, porque de lo que quería hablar era de las relaciones personales, y particularmente de esas que hubieran merecido la pena pero que se extinguen o vician o se tuercen por un mal comienzo, una mala mirada, un mal gesto, un prejuicio, que ya pinta de negro el resto sin que parezca posible rebobinar.
Con lo fácil que sería. Somos constantemente hijos, víctimas, consecuencias de nuestros propios contextos, que no siempre generamos, o lo hacemos en un ínfimo porcentaje. Además, lo demuestra la biología, estamos constantemente regenerándonos, incluso celularmente. Nos hacemos de nuevo. Nuestras células mueren, y nuestras certezas y nuestras apreciaciones. Por lo tanto, ¿qué tiene que ver mi yo de ahora, tu tú de ahora con mi yo o tu tú de hace dos horas o dos años? ¿Por qué nos hacemos presos, para siempre, de una sensación instantánea, de una frase mal articulada, de una metedura de pata, de un silencio inoportuno? A veces, no hace falta perdonar, ni rectificar ni recapacitar, sino simplemente rebobinar, empezar de nuevo. Sobre todo porque, a cada instante, nos bendice la posibilidad de ser distintos a nosotros mismos.