La libertad, la democracia, el derecho a vivir en paz, son en el País Vasco el estatus de millones de ciudadanos sobre todo gracias a pequeños grupos de personas que desde los años noventa del siglo pasado plantaron cara al terror de ETA cuando sus asesinatos gozaban de mucha condescendencia social. Lo lograron convocando actos públicos para concentrarse en calles y plazas. A sabiendas de exponerse más aún desde entonces a las miradas, a los miedos, a los insultos, al acoso y a ser objetivo a batir. Lo hicieron con la grandeza del civismo, la fortaleza de la ética y las manos blancas. Son quienes merecen el protagonismo, y quienes deben ser más escuchados, justo cuando los avejentados líderes de la organización terrorista, desde sus escondites o desde las cárceles, intentan perpetuar el imaginario de que son los héroes del pueblo, los intérpretes de su voluntad y los guías de su destino. Los que conceden graciosamente la paz al prójimo como una dádiva mientras les llega la edad de jubilación y se disuelven para que el ‘derecho a decidir’ sea el acicate que cohesione la irrupción de la nueva cantera de totalitarios.
Los demócratas han ganado a los violentos. El fin de ETA era una condición necesaria, pero no suficiente para consolidar definitivamente la conformación de una sociedad que erradique de su mente la condescendencia con el uso de la violencia para imponer sus ideas al compatriota. Me lo dijo hace 12 años en Vitoria la familia de Jorge Díez, el policía vasco mortalmente acribillado cuando escoltaba al político socialista Fernando Buesa, también asesinado. “ETA será derrotada, pero pasarán décadas para que muchas personas abertzales que no han pegado un tiro saluden cordialmente al vecino con el que no han querido tener la más mínima relación por no ser ‘de los suyos’, y, cuando se lo crucen por la escalera o en el portal, reconocerle que se equivocaron al no condenar los crímenes, y que se arrepienten de haber tolerado el terrorismo como medio para alcanzar unos fines. Es tal su soberbia que se autojustificarán una y mil veces con cualquier tipo de pretextos para no admitir su profunda inmoralidad”.
Cuando en los municipios vascos y navarros más preñados de nacionalismo supremacista los homenajes no sean para los etarras que salen de prisión tras cumplir sus condenas, y tanto los ayuntamientos como la mayor parte de la sociedad civil con toda naturalidad organicen homenajes a vascos de pura cepa como los fundadores de ‘¡Basta Ya!’, artífices de la paz en libertad, entonces el espíritu de ETA estará definitivamente extinguido. Cuando todos respeten y aplaudan a Maite Pagazaurtundúa (asesinaron a su hermano Joseba, jefe de la Policía Local de Andoain), Consuelo Ordóñez (asesinaron a su hermano Gregorio, concejal del PP en San Sebastián), Fernando Savater, Joseba Arregi, Jon Juaristi, Agustín Ibarrola y tantos otros. Cuando en las escuelas / ikastolas se maneje en las aulas como libro de texto ‘Patria’, del donostiarra Fernando Aramburu, enorme novela que explica cómo una sociedad puede enfermar y ser cómplice del terror. Cuando en las lecciones de Historia quede claro en todos los colegios que ETA fue un colosal error histórico que causó 853 asesinados, 6.389 heridos, 2.000 huérfanos, 10.000 extorsionados y más de 100.000 exiliados forzosos.
Especial refutación merecen hoy quienes desde los obispados vascos fueron tan condescendientes con la barbarie etarra durante los años ochenta y noventa, conculcando los valores más elementales de la fraternidad cristiana. Cuánto daño han provocado al propiciar indirectamente que se diera alas a la conformación de un imaginario de “pueblo que ha de echarse al monte para defenderse de un Estado opresor”. Hasta el 20 de abril de 2018, siete años después de anunciar ETA que renunciaba al uso de las armas, no se ha emitido un comunicado desde la jerarquía eclesiástica vasca, para decir textualmente: “Somos conscientes de que también se han dado entre nosotros complicidades, ambigüedades, omisiones, por las que pedimos sinceramente perdón”.
Queda mucha tarea por hacer. Y es particularmente importante para asentar la convivencia democrática en el País Vasco que toda España sepa resolver cuanto antes la deriva antidemocrática que se está agudizando en Cataluña, donde unos catalanes utilizan las instituciones para negarle su identidad a otros catalanes.