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Viéndolas venir

Réquiem por los pencales

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Álvaro Romero @aromerobernal1
03 jul 2019 / 09:02 h - Actualizado: 03 jul 2019 / 09:04 h.
"Viéndolas venir"
  • Réquiem por los pencales

Alguna maestra nos corrigió en la escuela hace ya un millón de años: no se dice pencal, sino cactus. Pero nosotros habíamos oído a papá tantas veces hablar de los pencales que nos parecía imposible que no existiera la palabra, pues latía en casa como en un hervidero de referencia heredada, desde la localización popular de la ermita de Los Remedios, luego capilla, porque hubo una época en que estuvo rodeada de pencales, allá al fondo del Furraque...

Tantos años después, descubrimos que pencal no se refería rigurosamente a la planta en sí, al cactus o chumbera, sino al terreno plantado de nopales, y que nopal, procedente del náhuatl, que era esa lengua que los conquistadores castellanos se encuentran en el vasto México, era la planta en sí, aunque la palabra pencal, es decir, el terreno plantado de nopales, no lo habíamos importado exactamente de México, sino de Argentina, y aunque plantar, lo que se dice plantar, no plantábamos cactus en Andalucía desde hace casi cinco siglos, sino que nacían casi espontáneamente, hasta que mi paisano El Gamboo decidió plantar un manchón de los suyos exactamente de chumberas en los peores años de la crisis para innovar con zumos y helados de higos...

El caso es que los pencales, con todos sus nopales o chumberas, llevan casi una década en peligro de extinción y la Administración no hace nada por evitarlo con el argumento de que es que una especie invasora, según está catalogada, lo cual me recuerda demasiado a aquel argumento, procedente de la misma época en que aterrizaron aquí las chumberas, de la limpieza de sangre. Es como decir que alguien que lleve aquí cuatro o cinco o veinte generaciones no es exactamente de aquí porque sus ancestros proceden de América. Los viejos de mi pueblo ostentaban memoria para eso: “Ese es forastero”, me decían cuando yo no era más que un mocoso. “¡Qué va! ¡Si está conmigo en la escuela y vive en tal calle!”, me sorprendía yo. “Sí, pero su abuelo llegó aquí con una mula y sin nada, y es forastero”. Pues eso.

Después de medio milenio, las chumberas siguen siendo forasteras, inmigrantes, invasoras. Han separado las fincas, los campos, los manchones de todas esas generaciones que nos han conformado a nosotros como individuos, han configurado caminos y senderos, han diseñado la morfología exacta de un paisaje que hemos interiorizado en nuestra retina como lo que significa nuestra tierra, pero no basta. Ahora una cochinilla -que ya es una cochinada el asunto- se está encargando de hacerlas desaparecer ante la pasividad de la Administración, presa como tantas veces de lo que dicen los papeles.

Llegará el día en que tengamos que recurrir a la fotografía, a la pintura, al cine para recordar cómo éramos cuando creíamos que el pencal era una cosa nuestra. Y para entonces es probable que hayamos olvidado cómo nos convertimos en lo que nunca fuimos. Y que lo pensemos nostálgicos, desorientados con el móvil en la mano, en medio de cualquier esterilizado (y esterilizante) centro comercial...