Cuando los árboles no estaban en peligro de extinción en esta llanura inmensa y domesticada que se llama Bajo Guadalquivir, muchos de ellos -incluidos los pencales, que también réquiem in pace amén- constituían hitos fundamentales de orientación para nuestros abuelos. No me refiero a ese mito de que un mono pudiera llegar de Lebrija a Camas saltando de rama en rama, sino a un tiempo mucho más reciente, narrado aún por nuestros viejos, que siguen refiriéndose al arroyo del álamo, a la casa del palo, al eucalipto del canal, al pino de los ratones... y así una larga lista de referencias arbóreas que formateaban el paisaje para unas mentes que todavía no habían imaginado el trazado de las modernas carreteras. Mi padre, que se crio en la marisma que todavía parecía salvaje, no se perdía entre el Brazo del Este y las Terceras cuando muchos años después me llevó a mí a conocer aquel mundo perdido porque aún resistían árboles casi centenarios y matorrales intactos entre las esquinas de los canales inundados de cangrejos americanos y el lento paso del río, tan embarrado como cuando él se perdía por sus orillas en busca de albures. Tantos años después, cuando va a El Rocío, sigue buscando la vieja senda del otro lado del río, hacia Villamanrique, porque la vetusta gramática de aquel paisaje le resulta más esclarecedora que las señales de la Dirección General de Tráfico.
La vieja carretera que une Los Palacios y Villafranca con Dos Hermanas, esa vieja N-IV sin desdoblar por la que tantos muertos siguen gritando desde el más allá mientras continúan las obras, se inundó ayer de gritos terribles que, sin embargo, nadie oyó. Ya parece demostrado por los biólogos, más acá de la sensibilidad de Walt Whitman, que también la yerba y los árboles lloran, aunque sus compuestos químicos volátiles al son del rugido de la motosierra nos resulten invisibles e inaudibles. Ayer cortaron el viejo eucalipto junto al Canal de los Presos, y un pino majestuoso algunos kilómetros más allá, los únicos árboles de un paisaje que ya no volverá a ser el mismo, no solo porque estas dos referencias de verde verticalidad en el manido horizonte hayan desaparecido, sino porque, una vez convertida en autovía esta vieja carretera, no solo los árboles que hubieran podido resistir hubieran pasado desapercibidos para las nuevas generaciones deslizadas por la velocidad y el estrés de llegar antes a Sevilla, sino todo el paisaje del camino, y el camino, y nosotros mismos...
No sé la edad que tendrían esos viejos árboles, pero desde luego ambos eran más viejos que yo. En la copa del eucalipto había hecho su nido no hace mucho un águila calzada. Hoy amanece sin el nido y sin el árbol, con los restos de madera robusta y descuartizada que ni siquiera servirán para melena de campana o lanza de carro o yugo de carreta, como imaginaba Machado sobre aquel olmo seco del que él extrajo la sabia de su esperanza... porque ya tampoco existen las melenas de campanas ni los carros ni las carretas... Ya solo existe el tiempo, no el de la vida que nos ha pasado por encima, sino el que nos mide el sistema para que lo aprovechemos sin opción a las transiciones, a los caminos, a los mientras, a los paisajes, a las contemplaciones, sino a la rentabilidad de exprimir los minutos que nos robamos a nosotros mismos para otras cosas que haremos luego, siempre a continuación, en esa fantasía de que ganamos tiempo sin darnos cuenta de que lo estamos derramando a la velocidad que permita la DGT a cada rato...
La asociación ecologista Anea de Los Palacios y Villafranca hizo alguna alegación antes del inicio de las obras para sugerir que esos árboles podrían haberse trasplantado, pero donde hay patrón no manda marinero, y además, tan ineficaces fueron los gritos inaudibles de ayer de esos árboles hecho trizas como la prédica en el desierto de unos ecologistas a los que solo llaman si se va a lucir el político de turno.
Ya es tarde. Ahora me convertiré en un cascarrabias cuando a mi hija Amelia, que cumplirá el domingo la cuarentena, le señale una y otra vez, cada vez que pasemos, que ahí, justo ahí, hubo siempre un eucalipto que partía el horizonte de mi infancia, y que allí, justo allí -y Marina me reprochará que no mire hacia adelante, conduciendo- hubo un pino verde como al que se subió Lorca por ver si lo divisaba, por ver si lo divisaba, aunque solo divisé el polvo del coche que lo llevaba, del coche que lo llevaba... Y recordaré el día en que se lo llevaron. Sin jaleo de ningún tipo.