Los trajes y sus pegatinas de solapa aún perfuman de incienso los armarios más numantinos. Pero todo, o casi todo, acabó volviendo a su lugar en los roperos: la caja de la túnica; el aparatoso capirote; el canasto de los niños y hasta el mazo de papeletas arrugadas –custodiado con mimo de año en año– que va marcando inexorablemente esa imperdonable medida del tiempo –tan barroca– que nos acerca a Ése mismo que nos presentaron siendo tan chicos. Es la retaguardia de una fiesta que es más, muchísimo más que esos balances estadísticos que insisten, año tras año, en cifras, resultados económicos y parámetros de seguridad. La Semana Santa se adormece, sin morir por completo, en el corazón de los que la hicieron posible. Los niños, definitivos protagonistas de la celebración, son los mejores y mayores custodios de sus secretos. ¿Por qué no admitirlo? Los pasos ejercen una catequesis visual que desapareció de otros lugares de nuestra geografía. La estela y la presencia de Jesús de Nazaret se convierten en compañeros de viaje inseparables de esta fiesta que anuda afectos y encadena eslabones familiares. Sólo el que ha aprendido a amar la Semana Santa en brazos de sus padres; sólo el que un día fue conducido a las imágenes con la confianza de las manos de los suyos puede presumir de esa herencia que permite gozar los rescoldos de los días grandes con la satisfacción que se suma a la nostalgia. ~