Esas tardes en las que se mezcla el recuerdo con la esperanza a la altura de la Avenida, camino del corazón de Sevilla, son mágicas, indispensables, tan potentes en lo sentimental que nublan, emocionan y convencen. Son tardes de aroma de incienso jugando con olores de castañas asadas con sal por la punta del Diamante, en ese cruce de caminos en el que puedes elegir la infancia de la brisa del río, la etapa adulta en la paz del viejo Arenal o la adolescencia de tus primeros amores jugando con las cadenas que unen columnas y piropos en la calle Alemanes a esa hora de cascos de caballos haciendo saltar las chispas de las hormonas valientes de la pubertad. Siempre a la sombra de una torre sobre la que descansan todos los cielos.
Tardes de paseo entre puestos de belenes, parejas que se abrigan y olores de la ciudad más hermosa del mundo. Allí arriba está la Inmaculada, a cuyos pies remangaste tantas noches el antifaz para morder tu bocadillo y aguantar el regreso. Aquí en los veladores, los tunos porfían para decidir quién será el primero en lanzar puentes con aquellas sevillanas guapas de la esquina de la barra que sonríen mientras miran de reojo al tuno de la guitarra.
Sevilla está recorriendo siglos y horas de búsqueda, y sus templos llenos. Besamos las manos de la Madre y recorremos las autopistas de la fe. Las calles de Sevilla, todas, conducen a Dios. Se nota en el aire que respiramos, en los zaguanes y en las azoteas. Se nota en todas las esquinas y en las plazas y en las espadañas a la hora del Ángelus. Dios vive en Sevilla.
Es esa hora de la muerte de la luz, que se resiste, y la llegada templada de una noche que anuncia luces nuevas sobre las casetas de los libros antiguos, pozo de agua de la sed cultural, en la Plaza Nueva.
Es recomendable a veces cerrar los ojos para descansar de tanta belleza. Parece que las personas van de prisa, pero Sevilla sigue latiendo con temple, tan despacio que se ha detenido el tiempo.
Tarde de paseo por el centro de la gloria misma. Tal y como le gustaba al abuelo. Tal y como te enseñó tu padre. Andando despacio, amando a Sevilla, casi acariciándola al caminar. Dejándote embriagar por ese aire que tiene la ciudad cuando sabe que se acerca el momento de reivindicar su belleza insultante. Aire embotellado en la memoria. Aire de revirá y de memoria. Aire. El aire.
Uno piensa a menudo en la cantidad de lugares del mundo en los que podría haber nacido, en los que el destino le hubiera deparado vivir y pasar los años y los proyectos. Aires distintos.
Pero de repente te detienes, aspiras y sueltas el aire. Miras a tu alrededor y sabes que estás en Sevilla. Te envuelve la felicidad. Se llama suerte.