Shakespeare, la reflexión y los jóvenes talentos

En el teatro no hay tiempos, no hay fronteras, no hay idiomas. Si el texto es bueno y los actores cumplen, no hay una sola frontera salvo la de la ficción. La realidad es otra cosa

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28 nov 2015 / 07:55 h - Actualizado: 28 nov 2015 / 14:46 h.
"Teatro","La vida del revés"
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Son muchos y son muchas las veces que me preguntan por qué hay que ir al teatro. Y la contestación es siempre la misma: para poder entender lo que nos pasa a diario en casa, en la oficina, en el colegio o en un campo de fútbol. Y es que el teatro es una invitación a la reflexión personal; una forma de echar un vistazo a la realidad que, tozuda, no se deja agarrar para que podamos examinarla con detalle; un modo de escapar a la catarata constante de información que nos llega desde los medios e internet y nos impide parar el tiempo mínimo que nos permitiría pensar sobre lo que sucede. El teatro es una ventana desde la que vemos el universo entero, desde la que observamos un momento muy concreto en el que a los personajes les sucede algo que podemos asimilar como propio; el teatro es un recipiente en el que el mundo cambia y nos cambia. Por eso hay que ir al teatro. Si, además, nos reímos, lloramos o nos asustamos, mejor. Pero esa reflexión, tan necesaria hoy, no puede faltar. Si alguien quiere mirar lo que tiene enfrente como hacen las vacas en el campo cuando pasa un tren, ya tiene la televisión o la pantalla de un ordenador llena de chistes y fotografías facilonas.

En el teatro no hay tiempos, no hay fronteras, no hay idiomas. Si el texto es bueno y los actores cumplen, no hay una sola frontera salvo la de la ficción.

La realidad es otra cosa. Las personas sobrevivimos gracias a lo contrario, a los límites. Podemos descubrir o fijar ese territorio en el que las cosas están bien o mal, podemos intentar desplazar la línea que nos permite sentirnos más libres, podemos pactar un dibujo de las fronteras más cómodo; pero no podemos saltar de un sitio a otro sin correr peligro.

Si alguien ha contado las bondades y las miserias del ser humano, con casi exactitud, ese ha sido William Shakespeare. Una de sus obras más conocida y, todo hay que decirlo, más asequible, es El mercader de Venecia. Se representa en las Naves del Español –Matadero– de Madrid. Si se acercan a la capital antes del día 13 de diciembre no dejen de acudir. En la obra se hablan de muchas cosas, pero hay dos aspectos que resultan imponentes. Por una parte, se plantea hasta qué punto un contrato que se ajusta a la ley se debe cumplir si, en realidad, se causa daño a las personas. Shakespeare juega con una libra de carne humana para mostrar lo que piensa sobre el asunto y dejar que el espectador saque sus propias conclusiones. Hoy, podemos hablar de esto mismo si centramos la atención en algunos desahucios o en algunas estafas que, siendo legales, han destrozado la vida a miles de personas. Por otra parte, quita la respiración recordar como el autor coloca a un prestamista judío, usurero hasta la saciedad, en el escenario. El texto se llena de palabras gruesas para calificar al personaje, como ser humano y como integrante de un pueblo. Y está muy bien que la obra se represente sin cortes, sin que el director se la coja con papel de fumar por miedo a las reacciones. Porque pare entender el holocausto hay que saber qué sucedió antes. Para entender no es posible omitir.

Con una estructura de madera sobre el escenario; otro trozo que imita lo que sería la proa de una góndola veneciana y un vestuario exquisito, el director Eduardo Vasco logra un resultado magnífico en el que la tragedia y la comedia en la misma obra conviven perfectamente. Arturo Querejeta encarna el papel de Shylock francamente bien. El resto del reparto cumple con creces.

¿Hasta dónde estaría usted dispuesto a llegar por dinero, por salvar la vida a un ser querido? ¿Y por salvarse usted mismo? ¿Podemos convertirnos en fieras, o en marionetas o en seres depreciables, llegado el momento? Sobre esto ya habló el propio Shakespeare, pero los jóvenes dramaturgos también lo hacen. Y si nos referimos a Alberto Velasco y su nueva obra Danzad malditos (adaptación de la película They shoot horses, don´t they? de Sydney Pollack) podemos afirmar que los talentos que llegan nos prometen un futuro extraordinario a los amantes del buen teatro. Todos los actores y actrices tienen aprendido el texto completo porque, cada día, la función cambia; porque la competición que se establece en el escenario por ganar un concurso de baile al que han acudido personas desde todo el mundo y desde distintos estratos sociales, es real. Cada pareja de actores quiera ganar el premio. Todo puede pasar. Los personajes se van dibujando desde su aportación en el terrible dibujo del grupo y desde su propio discurso. Y el mensaje va tomando fuerza desde la red que se va tejiendo y que tiene como eje principal la participación del maestro de ceremonias. Fantástica la obra. Será premiada, aclamada y, espero, contratada por los teatros de las principales ciudades de España. ¿Saben por qué? Porque sobre el escenario pasan cosas y el mundo cambia. El de usted, el mío, seguramente el de los propios actores. Y reflexionamos para sentir el frío que produce saber que eres humano y que te rodean los límites de todos y los propios de uno.

Esto es teatro, damas y caballeros. El resto de espectáculos que quieren tener a las personas delante con la mente en blanco son otra cosa. Son otra cosa muy distinta aunque haga millonarios a los responsables.