Siglos con la cruz a cuestas

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16 sep 2018 / 22:30 h - Actualizado: 16 sep 2018 / 22:30 h.
"La memoria del olvido"

Después de que casi cayera en desuso el concepto de Patria se ha vuelto a poner de moda no sólo en España sino en más de medio mundo. En Alemania incluso existe un ministerio con ese nombre pero, en Europa, es en países como Hungría o Polonia donde se lo usa para resumir las esencias eternas y los límites exactos de unas tierras que, con sólo hojear los libros de Historia, vemos como nunca fueron matemáticas sino, más bien, pertenecieron a territorios transidos por una religión formalmente unida a Roma pero, realmente, definidora de esas esencias.

La palabra patria no apareció aquí hasta los prolegómenos de la llamada Guerra de la Independencia como contrapuesta a la de nación, nacida entre el olor a pólvora del asalto a la Bastilla y definidora, por tanto, de la sociedad parida por la Revolución Francesa. Tenía el mismo sentido que, veintitantos años antes, había asumido en la tierra gala entre los realistas que buscaban el fracaso de las ideas de Dantón, Robespierre y el Abate Marchena y estaba íntimamente unida a la de religión. Religión y Patriotismo triunfarán del francesismo llevaban escrito en su centro las banderas de la revolución santa sevillana de 1808, uno año y algunos meses antes de que llegaran por la Cruz del Campo los ejércitos del mariscal Soult; Dios, Patria y Rey fue durante más de un siglo (hasta poco antes de la fundación –contra ellos– de este periódico) el lema de los patriotas carlistas vueltos a resurgir en las fechas del glorioso alzamiento nacional del mes de julio del año 1936.

Durante la contienda contra los ejércitos napoleónicos (y contra el espíritu de Montesquieu) anduvo en circulación un Catecismo civil en el que se enseñaba, entre otras, estas cosas:

P. Decid, niño, ¿cómo os llamáis? R. Español. P. ¿Qué quiere decir español? R. Hombre de bien. P. ¿Cuántas y cuales son sus obligaciones? R. Tres, ser cristiano católico, apostólico romano, defender su religión, su patria y su ley, y morir antes de ser vencido.

Esta Patria española que comienza a predicarse en el siglo XIX no era la que invocaban los Dantón, Giolitti o Bismark ante las masas de ciudadanos usando el argumento de que, defendiéndola, éstos se defendían a sí mismos sino la que se constituía gracias a la alianza entre el Trono y el Altar, la que había existido en los años dorados del Imperio, la que volvió a instaurarse en España a partir de la vuelta de Fernando VII, en 1823 tras la caída de Riego, a finales del siglo XIX con la Restauración monárquica, el 1 de abril de 1939..., una Iglesia que no necesitaba construir sus templos, catedrales o ermitas, que no necesitaba erigir cruces en los caminos o en la cima de los cerros, ni poner retablos callejeros. Para todo eso estaban o el Estado, sus habitantes y las sociedades que los representaban; eran ellos quienes se encargaban de esas tareas y, por eso, ahora sabemos que espacios como el de la mezquita de Córdoba no les pertenecen.

Pero en aquel tiempo, y por tanto, no era la idea de una España moderna sino que fue la restauración de la anterior a la llegada de los Borbones y su Ilustración la que llevó el volante hasta antes de ayer. Investigadores como Álvarez Junco han puesto de manifiesto que el nombre con el que conocemos la contienda entre España y Francia –la Guerra de la Independencia– le fue impuesto, veinte años después de concluida, por los liberales que se oponían a la entrada de los 100.000 Hijos de San Luis para reponer el poder absoluto. Aquella fue, en realidad, más que una guerra entre dos naciones, una guerra civil y su denominación (que Franco convertiría un siglo más tarde en paradigma) se debió estrategias trazadas por mentes progresistas con los mismos esquemas de muchas de las que, en nuestra época, confirieron un sello de identidad a cosas que, en realidad, habían tenido otro.

Nuestros liberales habían sido hasta entonces pro-franceses; eran los hijos o los nietos de los ilustrados, muchos de ellos habían colaborado con la administración napoleónica e, incluso, habían formado parte de ella y, por lo mismo, habían estado enfrente de cuantas manifestaciones populares surgieron en el fragor de la contienda. Pero cuando todos ellos se pusieron más o menos activamente de parte de la insurrección constitucionalista del coronel Riego en 1820, echaron mano de la Patria para levantar a la gente contra los gabachos, enviados por los reaccionarios europeos, para acabar con el Trienio que había hecho de España una hija de la Revolución Francesa, En ese corto período (1820-1823) el concepto de pueblo, surgido en la parisina Place de la Concorde, se hizo omnipresente también en España y en su nombre se actuó en las innumerables ceremonias que se sucedieron en todo el territorio nacional aunque ese pueblo no se hubiera formado todavía dado que no había tenido lugar el Hecho Fundacional –la Revolución–que lo pariese.

Cómo esa gesta no existía los liberales acudieron a la Reconquista y, en una extraña pirueta, convirtieron España –hasta tres años antes absolutista por descender de aquella cristiano-católica, apostólica y romana que también definía el catecismo citado más arriba– en patria inmemorial e independiente del absolutismo por el simple método de acudir a Don Pelayo y Covadonga y con ellos incitar a la batalla contra ¡¡los franceses!!, antes revolucionarios y ahora defensores de los poderes absolutos por mandato del Congreso de Viena. Así abrieron los progresistas una puerta de salida a los conservadores. Así de simple fue el inico del proceso por el cual España no pudo ser una sociedad laica y hubo de seguir -hasta hoy- con la cruz a cuestas.