Por Blanca Rodríguez G-Guillamón, ganadora V Edición www.excelencialiteraria.com
Entré sobrecogido en la habitación: el vacío era abrumador. Ni siquiera quedaba la lamparita bajo la que leía a los grandes, porque «yo no leo cualquier cosa; a mí no me des un libro de esos que tiene todo el mundo». Mira que era cabezota. «¿Acaso Jane Eyre no lo fue?». Sacudía la mano para quitarle importancia. Tenía la costumbre de vivir leyendo: ordenaba el cuarto leyendo, cocinaba leyendo, paseaba leyendo... y eso fue lo que me atrapó.
Poco después de casarnos me di cuenta de que o aprendía su lenguaje o estábamos condenados a un matrimonio infeliz. Vamos, era de cajón, porque ella solo hablaba de literatura y yo solo lo hacía del tiempo, o de lo caro que se había puesto el café o de lo lento que crecían los limones o, yo qué sé, de la pobre señora que había perdido al marido y al hijo. Pero a ella esas cosas no le interesaban para una conversación. No es que lo hubiera dicho, es que exhibía esa media sonrisa complaciente que me hacía sentir vulgar.
«¿Lo tienes todo?», mi hijo me puso la mano en la espalda. Lo cierto es que ya no tenía nada. En aquel dormitorio no quedaban ecos. Caminé con pequeños pasos hasta la cocina y agarré la chaqueta negra. La gorra a la cabeza, el pañuelo en el bolsillo. «¿Nos dará tiempo a atravesar la frontera?», preguntó mi otro hijo, el de los hoyuelos de su madre. Nos marchamos sin bajar las persianas ni apagar la luz del salón. Atrás quedaban los libros, todos sus libros. Quizá con ellos, que no eran cualquier cosa, tendrían más compasión.