Menú

Soledades de Romero Murube

Image
01 jul 2015 / 17:26 h - Actualizado: 01 jul 2015 / 17:27 h.
"Joaquín Romero Murube"

El estío sevillano obliga a abrazar algunos exilios interiores forzados por la penumbra y el fuego del aire, más allá de las persianas bajadas y esa breve constelación de puntitos de luz que convierte la ventana en planetario. Se amplían las horas de la siesta aunque no se duerma; se entornan cortinas y se buscan rincones frescos que también nos hacen encontrar lo que un día fuimos. Ese tornaluz de la media tarde –el demonio que acechaba a frailes descreídos– es una buena oportunidad para tentar la biblioteca y expurgar joyitas que siempre merecen ser releídas.

Contaba Joaquín Romero Murube que descubrió la soledad en una tarde de verano en la que toda la familia se marchó a los toros y quedó –solo– en la inmensidad de su casa estival: «Todo Sanlúcar estaba vacío. También mi casa. Yo nacía a la Soledad». El escritor palaciego describe en el Exordio de Los cielos que perdimos la soledad «como algo que nos une con las entrañas misteriosas de todo lo creado» pero, sobre todo, como una inesperada desolación pintada de «cal y sombra».

Esa soledad existencial del recordado poeta no fue la única. Ya lo describió un día mi tocayo Álvaro Pastor en un memorable artículo. Hubo otras, escritas con mayúsculas. La primera fue su mujer, doña Sol Murube, pero la más conocida es la Soledad que Romero Murube vio caminar en las tardes del Viernes Santo, sola, «entre la sombra y el silencio de las calles». El que fuera conservador del Alcázar recibió la primera Medalla de Oro de la corporación de San Lorenzo. Se la entregaron sus hermanos de túnicas blancas y escapularios negros. Hoy está engarzada en la inmensa ráfaga que distingue a la última dolorosa de la Semana Santa de Sevilla sobre el paso de azucenas que le pintó Santiago Martínez.