Suicidio

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Miguel Aranguren @miguelarangurn
23 jul 2017 / 19:35 h - Actualizado: 23 jul 2017 / 19:37 h.

El cadáver de un suicida es motivo de reflexión y no de acuchillamiento social. Alguien que se quita la vida, que emplea su voluntad y sus habilidades para poner punto final a este regalo cuajado de oportunidades no debería convertirse en excusa para seguir dándole vueltas al rodillo de la especulación. Porque la vida es sagrada, se crea en Dios o en el lucero del alba. Una oportunidad que vuelve a nacer cada 24 horas, por ponerle un reloj, incluso para aquel que ha hecho daño a sabiendas. Una oportunidad, repito, porque el hombre puede y debe renacer de sus cenizas.

Me generan tristeza esos cuestionarios de periódico y revista en los que se le pregunta al entrevistado si se arrepiente de algo, pues la respuesta casi siempre es «no», cuando en una sola jornada reunimos una baraja de situaciones por las que pedir perdón. A los demás y a nosotros mismos. Si prescindimos del arrepentimiento, si consideramos que lo hecho, hecho está, si nuestro vocabulario no maneja el «lo siento», «perdóname», «intentaré no volverlo a hacer», si ante nuestros fallos no buscamos un tribunal de misericordia, apaga y vámonos, carga la escopeta, hazle el nudo a la soga, ponle veneno al gazpacho.

Vivir y morir son cosas muy serias. De hecho, las únicas definitivas. Igual que nadie nos pidió permiso para abrir los ojos a este mundo, regalo inmerecido a pesar de los dolores que trae aparejado, nadie tiene derecho a escribir su propio final. Si el suicidio se ha convertido en la segunda o tercera causa de muerte en los países de occidente, es que hemos cambiado el orden de las cosas. No hay perdón porque creemos que no hay redención para nuestros errores. Hemos abandonado los principios de la felicidad (vivir para los demás) a cambio de que todo gire alrededor de nuestro ombligo.